Mentiría si dijera que me apena el cierre del Museo de Arte Prohibido. Cualquier iniciativa empresarial, también las culturales, es bienvenida, pero la impostura, especialmente en el mundo de la cultura, hay que rechazarla siempre.

Y ese es precisamente el caso del artefacto que Tatxo Benet, CEO de Mediapro, montó en la hermosa Casa Garriga Nogués de Barcelona.

Tras su apertura, ampliamente publicitada y elogiada incluso por gente respetable, decidí acercarme aunque temía que se trataba de la astracanada de un independentista rico empeñado en contribuir al relato de la puta España.

La afición de Benet por el coleccionismo de lo prohibido nació, al parecer, tras la compra de una obra de Santiago Ribera censurada en ARCO. El artista reproducía una serie de fotografías sobre “presos políticos” en la que incluía algunos de los protagonistas del 1-O, lo que irritó a los responsables de la feria.

Junto a esa pieza, su museo exponía figuras de dictadores como Francisco Franco o Saddam Hussein, dibujos eróticos de grandes artistas, como Picasso, y un popurrí de piezas insospechadas de difícil clasificación.

Recuerdo un coche que en 2015 no había podido circular por Figueres para un documental porque el ayuntamiento (casualmente, de mayoría socialista) lo impidió: llevaba adhesivos con proclamas de Franco y de la extrema derecha.

También estaba la escultura La bestia y el soberano, de la austríaca Ines Doujak, en la que aparece un pastor alemán enculando a una activista boliviaba que a su vez sodomiza a nuestro rey emérito. Arte en estado puro que tuvo la suerte de ser rechazado durante 48 horas por el Macba, lo que le dio sus 15 minutos de gloria.

Y el cartel de Miquel Barceló para el Roland Garros de 1995. El artista mallorquín pintó a un torero ejecutando una verónica frente al toro, un tema que a los responsables del torneo no les encajó, lógicamente. Igual se les escapó la relación entre el albero y la tierra batida, diós sabe.

Aquel rato en Casa Garriga Nogués confirmó mis temores. ¿Cómo puede crear un museo de la censura –contra la censura, en realidad-- el mismo ricachón que veta el comunicado de despedida que Jaume Roures, su socio y compañero durante decenios, dirigía a los trabajadores de Mediapro después de ser fulminado?

Resulta, además, que la corta plantilla del museo estaba compuesta por personal procedente de tres empresas externas: Palacios y Museos, Silicia Serveis Auxiliars y Magmacultura. Tatxo Benet subcontrataba a sus empleados como el que monta un catering de cumpleaños: la venta de tickets, la atención a los visitantes y las tareas de mantenimiento eran ajenas a la actividad propia del museo.

Esa forma de crear una plantilla es legal, pero viciada. El conflicto que terminó por estallar en febrero pasado obligando a un cierre temporal al que ha seguido el definitivo ya estaba vivo en el origen.

Alguien, algún día, debería explicar por qué tantos empresarios españoles –incluidos los de izquierdas y los independentistas-- tienen pánico a formar sus plantillas con trabajadores contratados de forma estable. Aunque, claro, puede que Benet ya supiera de antemano que aquel proyecto, además de cultural, sería temporal.