El gobierno municipal de Barcelona, con los votos de Esquerra, acaba de aprobar un aumento de la tasa turística hasta los 8 euros por día de pernoctación.
Se dobla el monto actual en un proceso acomodaticio de 4 años. Aunque al sector hotelero debe parecerle una barbaridad, en realidad resulta un pago muy modesto el cual va a tener efectos muy limitados sobre una demanda turística de la ciudad que ha cruzado, hace tiempo, todas las líneas rojas.
Entre 30 y 40 euros diarios para una familia media que, en alojamiento, puede pagar unos 300 euros. Acaso puede incentivar buscar otros lares al segmento más bajo de visitantes, el de camiseta (o sin ella), pues el impacto resulta un poco mayor. La medida tiene su sentido si se combina con muchas otras, buscando pacificar una industria que ha convertido la capital catalana en un parque temático insoportable e impagable para sus ciudadanos.
La tasa no tiene mucho sentido, entendida solamente como un instrumento recaudador. Los 3 millones de euros que se terminará por obtener dan para muy poco, lejos de cubrir los costes adicionales en servicios que provoca la manada turística.
Hay estudios que establecen que su impacto dobla el de un ciudadano barcelonés. No pagan tasa de residuos ni de saneamiento, consumen el doble de agua y de energía, y requieren refuerzos importantes de personal de seguridad. Se podría añadir el impacto en CO2 que genera el viaje de ida y vuelta. No, los 8 euros están lejos de compensar los costes adicionales que nos generan.
El milagro económico del sector turístico está en no contabilizar los costes reales, como si no existieran, dejando que sea la colectividad la que se haga cargo de ellos. Externalización se llama a esto.
Desde el consistorio, los últimos años, se están haciendo políticas de pacificación de una dinámica que el sector beneficiario cree que puede crecer hasta el infinito. Mientras tanto, se ha llevado por delante la vida ciudadana. Ocurre en todas partes. No es posible vivir en un destino turístico.
Que lo pregunten a los dos tercios de venecianos que han abandonado la ciudad en los últimos años, víctimas de la mitificación romántica de una ciudad convertida en ícono de obligado paso para los alimentadores de Instagram. Problemas enormes en un espacio urbano asaltado, comercio solamente al servicio de los incautos visitantes, decorados de cartón-piedra para “experiencias” enlatadas e imposibilidad de hacerse cargo de alquileres o compra de vivienda.
Barcelona está en esta deriva, ciudad a la que se va, pero en la que no se puede vivir. El acceso a la vivienda resulta prohibitivo, sea en régimen de alquiler o bien de compra. Compartir piso, alquilar habitaciones como solución provisional a los empedernidos jóvenes que quieren estar en ella.
Los pisos turísticos resultan una aberración absolutamente contraria a los derechos constitucionales sobre el derecho a la vivienda. Las restricciones impuestas resultan insuficientes. La especulación continua. La necesaria promoción de nuevas viviendas tiene sus tempos y sus límites.
Ocupando todos los solares disponibles en el área urbana de Barcelona no se pueden construir más de 75.000 pisos. Puede que alguien piense que muchos, pero en realidad muy pocos si se quiere moderar y reequilibrar el mercado. Barcelona, como lo fue hace tiempo y compatible con el turismo, tiene ser para sus ciudadanos, para vivir en ella, no para exhibir un retrato irreal de lo que algún día fue.
Mientras tanto, la vivienda, el acceso razonable a ella, es y seguirá siendo el gran tema, el que dicte el éxito o el fracaso de los gobiernos municipales. Ligado a ello, el recuperar el espacio público y su calidad. La degradación, el uso perverso, resulta muy evidente: higiene, comercio, seguridad… Ciutat Vella es una muestra de cómo la ciudad global construye territorios de ciudad-miseria en su mismísimo centro, la evidencia que hay dinámicas y políticas que no funcionan. Para nada.