Una imagen del aeropuerto de El Prat
Donde Cristo perdió el vuelo
"El aeropuerto de El Prat no es que empiece a quedarse pequeño, es que empieza a ser ineficaz. E incómodo para los usuarios. Especialmente la Terminal 2"
Se amplíe o no el aeropuerto de El Prat, algo habrá que hacer. No es que empiece a quedarse pequeño, es que empieza a ser ineficaz. E incómodo para los usuarios. Especialmente la Terminal 2, la que utilizan los vuelos más baratos.
Una solución a corto plazo sería, como proponen algunas formaciones, eliminar los trayectos en un radio corto. Ir hoy de Barcelona a Valencia en avión es, como poco, una excentricidad. Hasta el Euromed es más rápido. Y eso que este tren ha quedado ya obsoleto por la falta de adecuación en las vías.
Dura más el recorrido entre las dos capitales mediterráneas (unas tres horas y media para 350 kilómetros) que entre Barcelona y Madrid (cuando funcionan los trenes).
Y aún así, el tiempo total en ambos casos es inferior al que exige el avión, si se incluye el desplazamiento hasta el aeropuerto y el periodo de espera entre la facturación y el embarque.
La terminal 2 del aeropuerto de El Prat ofrece inconvenientes ya desde el momento de llegada. Alguien que pensara mal podría llegar a la conclusión de que se ha organizado el transporte público con el objetivo de favorecer el desplazamiento en taxi y evitar que los taxistas organicen cortes de tráfico, a los que algunos son tan aficionados.
El tren es hoy por hoy poco eficiente, dada la baja frecuencia y la distancia de la estación a ciertos puntos de la terminal.
Los autobuses (hay líneas privatizadas más caras que la de TMB, que tampoco es una joya) son una buena opción, pero no demasiado bien señalizada, de forma que los extranjeros tienden a no saber que disponen de esa posibilidad.
Mucha gente opta por ayudarse de un amigo o familiar que le lleve o le vaya a buscar. Y eso genera otro problema. Desde que modificaron el sistema de aparcamiento el arcén de la carretera de llegada es a casi todas horas un área de estacionamiento en la que los vehículos ya ni siquiera ponen las luces de emergencia: allí se agolpan coches y coches que ajustan su espera a los retrasos (tan frecuentes) de los aviones.
Si se puede aparcar ahí, deberían indicarlo. Si no se puede porque es peligroso, convendría que intervinieran con mayor asiduidad las autoridades correspondientes que, a estas alturas, ya no se sabe cuáles son ni si las hay.
Pero se comprende la infracción: el servicio de parking es penoso, además de caro. En la planta baja cubierta (las superiores están cerradas) se ha habilitado un número elevado de plazas para coches eléctricos que, de oficio, presentan una mínima ocupación.
A veces, además, se suprime todo el aparcamiento de ese piso. Motivos habrá, pero la empresa concesionaria no se siente obligada a informar de ello a los usuarios. ¿Por qué? ¿Para qué?
Hay barreras en las que se expende el tiquet y otras que funcionan con la Via T, pero a la salida a veces no funciona este sistema y, aunque hay un interfono, no siempre se consigue una respuesta. Hay que volver a aparcar y desandar lo andado a la búsqueda, nada fácil, de algún empleado.
Entre este parking y la terminal que antes acogía el puente aéreo hay un pasillo cubierto y con cinta transportadora. Cerrado desde hace años, lo que obliga a los usuarios a cruzar por la vía en abierta competencia con el tráfico rodado, no siempre considerado con el peatón.
Si bien se mira, estos inconvenientes son pocos, comparados con el incordio que supone subirse al avión y ocupar un asiento que desde hace tiempo viene perdiendo espacio respecto al que tiene delante. ¿Por qué no se establece una distancia mínima? Por los mismos motivos que se consiente el cobro por una maletita.
Los lobbies de las empresas de aviación tienen hoy por hoy más fuerza que los ciudadanos.
También es importante el poder de las empresas de automoción.
Y eso que aquí no ha llegado aún la tendencia checa de los conductores a agruparse y presentarse a las elecciones para defender los derechos del coche, por lo visto mucho más importantes que los relacionados con la salud, la educación o la vivienda.
De todas formas, los poderes públicos saben muy bien que muchos ciudadanos ponen, por delante de cualquier otra prioridad, el coche, la moto y el perro.
En Barcelona, sin ir más lejos, cuando se reserva un carril para las bicicletas o el transporte público nunca se hace a costa del aparcamiento.
Hay barceloneses que no perdonarían a quien les impidiese dejar el coche en plena calle. Incluso a costa de jugarse la vida como ocurre en esos aparcamientos situados en medio de la calzada, con ciclistas y patinetistas circulando por un lado y vehículos de todo tipo por el otro.
Comparado con esto, el riesgo de plantarse en el arcén cuando se va al aeropuerto es casi inexistente. Y encima es gratis.