No es ningún secreto que este diario no cuenta con las simpatías de la administración Colau. Hace unos días, en rueda de prensa, una pregunta de este medio a Jordi Martí no llegó a su destinatario porque el esbirro de turno la interceptó, no debió gustarle y se la metió por salva sea la parte. Hace algo más de tiempo, en plena pandemia, la alcaldesa se ofendió mucho cuando Metrópoli Abierta publicó que su marido, Adrià Alemany, colocado a dedo por Ada en el ayuntamiento para que le diga a esta gran feminista lo que tiene que hacer, se había dado el piro de la ciudad con los niños, mientras su santa nos decía a todos que nos quedáramos donde estábamos por el bien de la comunidad: desde entonces, este diario no recibe comunicación alguna del ayuntamiento de Barcelona y su alcaldesa rechaza todas las propuestas de entrevistarla que se le hacen. Parece que, por lo menos en ciertos asuntos, Ada es como Jesucristo y quien no está con ella, está contra ella.
Ahora se le ha abierto un nuevo frente con el tema del agua, cuyo recibo ha crecido cerca de un 20% recientemente por motivos que se prestan a discusión. El ayuntamiento le echa la culpa a su bestia negra favorita, Agbar, y la acusa de no saber hacer bien las cuentas. Agbar se defiende aduciendo que ese inesperado e intempestivo clatellot con la que está cayendo es achacable a la nueva tasa de residuos aprobada recientemente por Ada y sus muchachos (y muchachas). La tasa en cuestión ya levantó cierta polvareda en su momento, aunque supongo que de algún sitio ha de salir el dinero para pintar de colorines las calles de la ciudad, última ocurrencia del colauismo que nos está dejando Barcelona hecha una mona de pascua. Yo ya entiendo que cuando la prioridad de una administración municipal es el fomento de la bicicleta y del patinete, no queda tiempo para afrontar la decadencia que sufre la urbe desde hace tiempo, pero clavar al ciudadano a través del agua que consume no me parece una gran contribución al bienestar de la población.
Me temo que nos hallamos ante un nuevo capítulo del interminable culebrón que protagoniza el municipio (a través, principalmente, de ese inepto tremendamente pagado de sí mismo que atiende por Eloi Badia) en su pugna con Agbar. Ya se intentó retirarle a esa empresa las competencias para gestionar el agua de la ciudad, una de las obsesiones del señor Badia, pero la cosa acabó tan mal como los intentos de municipalizar los servicios funerarios. El concepto británico Why mend it if it´s not broken? (¿Para qué arreglarlo si no está roto?) no rige en nuestro ayuntamiento, controlado por una gente que une a sus legendarias ignorancia e ineptitud una arrogancia digna de mejor causa y un adanismo criminal. A la larga decadencia de Barcelona, propiciada por el nacionalismo -convencido de que se puede ser, al mismo tiempo, la capital de una nación milenaria, la playa de Europa y el Manhattan del mediterráneo-, está contribuyendo enormemente la pandilla de sobrados (y sobradas) que ocupa el ayuntamiento por cortesía de Manuel Valls. La presencia en principio sensata del PSC no se nota prácticamente en nada y nadie sabe muy bien a qué dedica su tiempo el señor Collboni, más allá de colgar en Instagram los atracones fashion que se pegaba durante sus bien ganadas (¿) vacaciones.
Mientras al barcelonés medio le suben el recibo del agua el 20%, el ayuntamiento y Agbar se quitan el muerto de encima y se echan mutuamente la culpa del desaguisado. Y el pueblo, a callar y a dar gracias porque pronto vamos a tener más kilómetros de carril bici que de AVE. Sobre todo, los que escribimos en este diario, que la señora alcaldesa desprecia, ningunea (pese a ser el digital barcelonés más leído) y considera una pandilla de resentidos incapaces de reconocer su grandeza, la de su marido, la de sus fieles Badia y Sánz y demás cracks de la política contemporánea.