A lo largo de los últimos años hemos sido testigos del crecimiento acelerado de la construcción del templo de la Sagrada Família a la par que se multiplican los turistas en su entorno. Su impetuosa velocidad ha sido posible gracias a la decisión por la que se decantó en su momento la Junta Constructora del Templo Expiatorio de la Sagrada Família de aprovechar el templo como recurso turístico, y así contribuir a la captación de fondos. Una opción que se ha llevado con buenos resultados en muchos otros espacios de interés cultural, pero que mal gestionada, puede hacer morir de éxito a un espacio, precisamente lo que viene sucediendo con la Sagrada Família. 

Lo que vemos hoy, es el resultado de la peligrosa apuesta financiera que se hizo para posicionar a esta iglesia en el circuito turístico de operadores internacionales que comercian los recursos de la ciudad. Como resultado encontramos que la Sagrada Família se ha convertido en el más emblemático polo de atracción de la industria turística local, generando una presión demográfica y mercantil de una magnitud asombrosa, con una media de 60 mil personas que se agolpan en los alrededores de sus fachadas cada día, y de las cuales entran unas 15 mil personas apretujadas en el reducido espacio de apenas 4 mil quinientos metros cuadrados. 

En medio de esta acelerada carrera por conseguir más visitas, se jacta de mantenerse abierta al público los 365 días del año, ofertando de forma casi perenne un limitado número de entradas a un precio muy elástico que ya alcanza los 32 euros. Su modelo de negocio actual se vale de la concentración de multitudes en sus alrededores y solo es posible gracias a la burbuja creada por el boom de la industria turística masificada. En este contexto, la venta de entradas ha pasado a ser el centro de los esfuerzos, y la calidad de la visita queda supeditada a la cantidad de turistas que se pueden absorber por hora. 

Pero lo que hace más ruido, es que el crecimiento de sus beneficios ha ido en detrimento proporcional de las condiciones de trabajo y la calidad de vida de los trabajadores y vecinos más próximos de la Sagrada Família. Pues para absorber este exceso de demanda inducido, se necesita en primer lugar hacer una inversión en el entorno del barrio para adaptar la infraestructura ante semejante afluencia, lo cual no se ha hecho sino a través de pequeños remiendos por parte del ayuntamiento con recursos públicos. Y en segundo lugar, se requiere de una enorme cantidad de trabajadores que permitan el acceso de las personas dentro de las instalaciones y que además contribuya a ofrecer una experiencia acorde con un espacio de interés patrimonial y religioso. 

Pero lamentablemente, la junta constructora no tiene ninguna voluntad de velar por esa plantilla que hace posible esta labor fundamental para la continuación del proyecto, y opta por tercerizar esta tarea a otras empresas. Esto ha creado una dinámica competitiva en la que año tras año, cientos de empresas intermediarias concursan para trabajar dentro del proyecto de Sagrada Família, con la idea de presentarse con la mejor oferta para obtener los derechos de explotación sobre los diferentes servicios que se ofrecen. Y como es lógico, Sagrada Família opta siempre por la oferta más rentable que implique menores costes y responsabilidades para su organización. Así se libran de asumir la complicada tarea de organizar al personal, y se limpian las manos ante posibles conflictos laborales surgidos por las injustas condiciones de trabajo pactadas entre los trabajadores y estas empresas. 

Esta lógica ha ocasionado que la propia gente que da vida al lugar, quede en una especie de orfandad a la hora de pedir el apoyo y la intermediación de la iglesia o de la junta constructora ante los abusos constantes que padecen por parte de estas subcontratas, quienes de forma descarada y en absoluto fraude de ley, aplican unos mecanismos ya estudiados en otros espacios culturales, para reducir al mínimo los gastos derivados de su actividad y multiplicar sus ganancias en detrimento de las condiciones laborales. 

Cada piedra, cada cerámica, cada hora trabajada y cada nuevo espacio construido, se ha vuelto una cifra estructuralmente calculada que encaja en una ecuación donde la rentabilidad del espacio es lo primordial. A partir de esta lógica mercantilista y del uso de la fórmula más rentable, la Junta Constructora de Sagrada Família ha puesto el templo al servicio del mercado y lo ha dejado a su completa deriva.