Cualquiera que repare en la opinión de sus amigos y vecinos sobre la situación de Barcelona o, más concretamente sobre la gestión del equipo municipal, verá que existe un consenso muy extendido en cuanto al perjuicio que Ada Colau y los comunes causan a la ciudad. Esa percepción alcanza también a gentes que no viven aquí, pero que visitan Barcelona y la conocen, sobre todo entre quienes la quieren.
La persecución de los coches y las motos, que es una de las obsesiones que dicta la política del equipo consistorial, ha puesto a Barcelona patas arriba, la ha convertido en un lugar incómodo y lúgubre. Las terrazas de los bares, que este ayuntamiento había perseguido con tanto interés, se han convertido ahora en la punta de lanza de la expulsión de los vehículos.
Janet Sanz, la teniente de alcalde, difunde con orgullo imágenes de los chaflanes convertidos en decorados de cartón piedra llenos de mesas de bares asediadas por montones de hojas muertas, transmitiendo una sensación de suciedad que requeriría cierto disimulo por su parte y que demuestra un concepto de la estética y la limpieza cuestionable. La alcaldesa, que retuitea esas estampas barcelonesas de su mano derecha, se ha empeñado en aprovechar las medidas a que obliga la pandemia para imponer una movilidad poco estudiada y extremadamente ideologizada.
Con su habitual desparpajo –todo el que se opone a su política es un fascista--, trata de engañar a propios y extraños con la cantinela de que su proyecto de superilla continúa la obra de Ildefons Cerdà, algo que solo compra algún corresponsal despistado y que ella se apresura a expandir por las redes. No hace lo mismo cuando arquitectos y urbanistas locales, buenos conocedores de la materia, razonan por qué los planes del consistorio van exactamente en sentido contrario de lo que proyectó el creador de las cuadrículas del Eixample, como han hecho recientemente Óscar Tusquets o Xavier Monteys. También ignora el disgusto de grandes observadores de nuestro paisaje urbano, como Enrique Vila-Matas.
Imponer la peatonización de la ciudad carece de sentido en cualquier circunstancia, pero es más inoportuna cuando sus habitantes quieren protegerse del Covid y recurren al transporte privado, con lo que no contribuyen a las aglomeraciones en metro y autobuses ni a la saturación de los centros hospitalarios.
Eliminar los aparcamientos gratuitos y transformarlos en estacionamientos de pago ya es el colmo de las contradicciones para un consistorio que se proclama progresista. ¿Y qué decir de la supresión de las plazas de parking del Hospital de Vall d'Hebrón? ¿A quién se le ha ocurrido esa idea en una zona, además, de difícil acceso con transporte público, sobre todo para el personal sanitario que vive fuera? Quizá nos dé una pista sobre el/la lumbrera que lo inventó saber que el ayuntamiento ha pactado con UGT que el aparcamiento sea gratuito para los sanitarios los días que haya más de 200 personas hospitalizadas: un salario en especie por objetivos digno de ser estudiado en las escuelas de negocios.
Hace 10 años, los diarios catalanes se pusieron de acuerdo y publicaron un editorial conjunto --La dignidad de Cataluña-- para hacer unas recomendaciones al Tribunal Constitucional antes de que se pronunciara sobre la modificación del Estatuto de autonomía. Hoy sería muy difícil encontrar un territorio común que mereciera una coincidencia histórica como aquella, pero uno de los que más unanimidades suscitaria, sin duda, sería el desastre que la señora Colau está provocando en las calles de la ciudad.