Una de las especialidades de la mal llamada nueva izquierda es comportarse igual que la derecha de toda la vida (corruptelas, nepotismo y demás miserias morales), pero adoptando una actitud sobrada y de falsa superioridad moral, añadiendo a tan indigesto cóctel una impostada indignación ante quienes les dicen que su manera de ir por el mundo ya la patentó el PP hace años. Lo pudimos comprobar hace un tiempo, a nivel nacional, cuando Pablo Iglesias se compró su espantoso chalé en Galapagar, que parece el decorado de una película de Pajares y Esteso de los años 70. El hombre que se hacía fotos en su pisito de Vallecas, desayunando café con leche y magdalenas junto a los carteles de Apocalypse now y Pulp Fiction, necesitaba una casa más grande para la familia y optó por lo más ostentoso que tenía a su alcance. Y como no representaba, en el fondo, ninguna amenaza para el sistema, el banco le concedió la hipoteca solicitada. La cosa recordaba mucho a cuando alguien del PP se compra una mansión en Marbella, pero como se trataba del líder de la nueva izquierda, nunca faltaban los que se ponían de su parte y acababan pronunciando la siguiente perogrullada: “¿Qué pasa, que los de izquierdas no podemos vivir bien?”.
A nivel local, la nueva izquierda al frente del Ayuntamiento no ha optado por los casoplones, sino por el reparto de dinero entre los amigos y la colocación de cónyuges y camaradas en la administración. Y si se les acusaba de nepotismo y despilfarro, la respuesta siempre era la misma: sorpresa e indignación ante las insinuaciones de los mal pensados, que enseguida pasaban a engrosar las filas de la extrema derecha. Lamentablemente para los comunes y su agencia de colocación y subvenciones, de un tiempo a esta parte se han producido algunas reacciones de la sociedad civil que pueden acabar llevándolos al juzgado. Todo parece indicar que ahí van a acabar Janet Sanz (por sus trapisondas con la casa Buenos Aires), Eloi Badia (por sus subvenciones a dedo a la seudo ONG Enginyeria sense fronteres, de la que fue director antes de pillar cacho en la administración actual) y la propia Ada Colau (por su generoso reparto de monises entre los responsables del Observatorio DESC, donde ella había interpretado un papel fundamental antes de llegar a alcaldesa gracias a la munificencia de Manuel Valls).
Una asociación llamada Abogados Catalanes por la Constitución (que pronto será tildada de pandilla de fachas, si es que no lo ha sido ya) aprecia irregularidades en las subvenciones al DESC y a los ingenieros sin fronteras (y puede que sin vergüenza también). Los ingenieros transfronterizos pillaron algo más de un millón de euros en 2014, que se convirtió en casi un millón cuatrocientos mil euros en 2019. El Observatorio DESC, por su parte, recibió 63.000 euros en 2014 y 394.000 en 2017. Yo diría que algo huele a podrido, y no precisamente en Dinamarca, sino en la capital de la Dinamarca del Sur. Ada Colau, por supuesto, asegura que no tiene nada de qué arrepentirse y que la generosidad con su antiguo colectivo se remonta a los tiempos del alcalde Trias, pero los Abogados Catalanes por la Constitución no se lo acaban de creer y yo tampoco.
Imitar la manera de actuar de la derecha de siempre no me parece lo más apropiado para quien se define como representante de la nueva izquierda. Y los partidarios de la vieja izquierda –la de Semprún o Solé Tura– tenemos la impresión de que esa desacomplejada y displicente exhibición de vicios ajenos hechos propios no es lo mejor para contribuir a la noble causa del progresismo. Petulantes, sobrados, adanistas y descubriendo cada día la pólvora y la sopa de ajo, los comunes están empezando a dar el cante a lo bestia. Y el truco de enviar al carajo a cualquiera que les afee la conducta, acusándolo de facha o de hacerle el juego a la derecha, me temo que ya no cuela. Ada y sus secuaces nos deben una explicación, como Pepe Isbert a los habitantes de Villar del Río, el pueblo de Bienvenido, Mister Marshall. De momento, esa explicación o no se manifiesta o es tan confusa como la del gran Isbert. Tal vez ha llegado el momento de decirle a Ada la célebre frase que los policías de las películas americanas solían soltarle al detenido de turno mientras éste intentaba librarse del marrón que se le venía encima: “Cuénteselo al juez”.