Hace unos años se publicó un curioso libro titulado El crepúsculo de las ideologías. Lo firmaba un tal Gonzalo Fernández de la Mora que incluso llegó a ser ministro de Franco. Luego fundó AP, precursor del PP, y se perdió en la nada. Su tesis era que los gobiernos ya no se regían por la ideología sino la gestión de la técnica. Eso le valió que le consideraran un ideólogo de la tendencia franquista conocida como “tecnocracia”. No está mal, ser llamado “ideólogo” cuando se sostiene que las ideologías ya no tienen papel alguno. Por supuesto, Fernández de la Mora sostenía que la lucha de clases era una tontería sublime. Podía hacerlo, claro está, apoyado en los tanques y metralletas de un Ejército que se sublevó para garantizar el triunfo de una clase y sus valores y el sometimiento de la otra. Porque lo de la lucha de clases no es más que la constatación de que en el sistema de producción capitalista hay intereses contrapuestos. El empresario quiere ganar más y lo consigue si el asalariado gana menos. Y a la inversa. Esos intereses pueden coincidir temporalmente e incluso se pueden solventar las diferencias pactando racionalmente, pero en la mayoría de los casos se contraponen y enfrentan.

En España, en los últimos años, la lucha de clases parecía vivir una fase de letargo, debido a la escasa capacidad organizativa de los trabajadores, desarmados por la reforma laboral del PP. Pero ya se ha visto que el conflicto vuelve. Y se ha visto con claridad en el pleno del Ayuntamiento de Barcelona que dio la vara de mando a Jaume Collboni y se la negó a Xavier Trias. 

Al principio Trias estaba seguro de ser el elegido, como mandan los cánones. Cuando vio que no era así, recuperó el espíritu de la lucha de clases y le recordó a quien quiso escucharle que es una barbaridad hacer que la clase dirigente no sea dirigente. ¡A quién se le ocurre! Y para colmo, va una muchacha salida de quién sabe dónde (de Pedralbes, seguro que no) y le recuerda que representa a un partido manchado por el 3%. Aquello era Troya. El mundo al revés. Los peatones de la historia queriendo mandar sobre los elegidos para la gloria en razón de fortuna, apellido y barrio de residencia.

Trias no estaba solo clamando al cielo, que esta vez decidió no escucharle. Le apoyaba otro hijo de la burguesía, Ernest Maragall, hablando de indignidad. Cabeza de lista de un partido que había quedado en cuarto lugar, no tuvo empacho en hablar en nombre de Barcelona. Toda. Porque las cosas como son: ellos, los de la parte alta de la Diagonal, son quienes deben dirigir la ciudad, los dueños del lenguaje que decide lo que es digno y lo que es indigno. Sandro Rosell publicó hace años un primer libro de memorias titulado Bienvenido al mundo real. Su interés es mínimo, pero igual que el mejor escribano echa un borrón, quien quiere inventar todo acaba por colar algún hecho cierto. Allí cuenta que las familias barcelonesas de siempre (las que luego coincidieron en la CDC del 3% con Trias) se reunían antes de las elecciones al Barça para decidir cómo debía ser la cosa. Si eso hacían con un club privado, ¡qué no harán con la gestión de la cosa pública, incluido el ayuntamiento de Barcelona! Todo democráticamente, claro. Sólo los de abajo son antidemocráticos.

La patronal catalana -de historia inmaculada si no se tiene en cuenta la época en que disponía de pistoleros para acabar con los sindicalistas- tenía preparado un documento para felicitar al PP por haber facilitado la alcaldía para Trías, según La Vanguardia. Estas presiones de la patronal no deben ser tenidas en cuenta. Forman parte de esa realidad en la que la lucha de clases no existe porque la clase vencedora (antes llamada burguesía) controla todos los mecanismos del poder y la otra (antes llamada clase obrera) lo acepta y se somete. Pero si las cosas se tuercen, entonces se vuelve a la lucha de clases. Maragall denunció la indignidad de la izquierda; Trias recuperó el talante de Laura Borràs (ocultado en campaña) y el discurso de Marta Ferrusola para poco menos que llamar okupa a Collboni, y Pere Aragonés (de una familia enriquecida al sol y la sombra del franquismo) habló de un complot madrileño, obviando la actividad soterrada de Foment.

Y es que hay cosas que no se pueden aguantar, entre ellas, la pretensión de los de abajo de no tener una bota en el cuello porque, además, los de arriba pretenden que la bota esté limpia y encargan a los pisados que le saquen el brillo. Cuando las cosas son así, la claridad se impone: no hay ideologías ni lucha de clases. A esa situación se le llama el orden natural o, si se prefiere, como dios manda.