El colmado Múrria, probablemente la tienda de comestibles más antigua de Barcelona, es el vivo ejemplo de lo que ocurre en la ciudad, de cómo vive/sufre el fenómeno turístico. Su propietario ha tratado de adaptarse a los tiempos que corren buscando un socio capitalista, Ernest Pérez-Mas, y otro gastronómico, Jordi Vilà, para dar un salto y convertir el establecimiento más que centenario en la versión barcelonesa de las prestigiosas charcuterías gourmet de Francia.
El espacio del local se ha reducido para disponer de una barra de bar y unas mesas, un lugar donde disfrutar in situ de las conservas, quesos y embutidos, más las creaciones de alta cocina de Vilà. Los planes incluyen un pequeño comedor reservado con capacidad para ocho personas que llevará por nombre 1898, el año en que el colmado abrió sus puertas.
Joan Múrria, que tiene edad para haberse dejado tentar por la vida contemplativa, se ha embarcado en una aventura para conservar el patrimonio de su casa, pero lo que le ha dado fama es un cartelito que ha colgado en su puerta: “Visit just looking (inside) 5€. Thank you”. Aún no ha cobrado a nadie, pero ha evitado que el curioseo de los guiris le bloquee el colmado.
El turismo, que se ha convertido en la primera industria de la ciudad, tiene capacidad para arruinar los mismos lugares, ya sean templos, espacios al aire libre, restaurantes, barrios enteros, que atraen a los turistas. El cartel de Ramon Casas que preside el escaparate modernista del establecimiento, despierta una curiosidad tan atropellada que amenaza su propia existencia.
Ha pasado algo parecido con la Boquería, un mercado que ha tenido que transformarse para dar respuesta a la demanda de los visitantes, con tours gastronómicos incluidos, e ir olvidando el servicio que había dado a los vecinos de las Ramblas desde su creación en 1836.
Lo de los búnkeres del Carmel aún es peor, porque el turisteo no solo hace la vida imposible a los barceloneses que viven en sus cercanías, sino en el escaso transporte público de la zona, como ocurrió el domingo pasado en un autobús de la línea V19.
No es turismofobia. Aun a sabiendas de que es un fenómeno no controlable por un ayuntamiento ni una autonomía, tampoco por un Gobierno central, las tres administraciones tienen la obligación de reflexionar y empujar en la buena dirección. Hay que promocionar Barcelona, y también huir de la masificación. Un apunte: en el primer semestre de este año, el 52% de las inversiones hoteleras en España han tenido como destino establecimientos de cinco estrellas gran lujo (21%) y de cinco estrellas (31%). Barcelona, con las ventas del Mandarín Oriental y del Sofía, figura a la cabeza de esas operaciones. Parece que el camino está claro.