Los economistas explican con pelos y señales lo que ha ocurrido, en pasado, pero no son capaces de contar qué pasará. Así es, son poco predictivos, pero quizá no tanto por las deficiencias de esta disciplina académica sino porque –especialistas y legos-- tendemos a considerar que la economía es predecible y que su estudio es una ciencia exacta.

La gente no tomamos decisiones de gasto o de ahorro de forma racional, nos dejamos llevar por el instinto, el deseo, la influencia externa, el qué dirán y otras cuestiones que nada o poco tienen que ver con lo que realmente sería lógico. Como ha denunciado Wolfgang Münchau, las políticas económicas aún se diseñan con la premisa de una racionalidad que no existe, lo que termina haciéndolas ineficaces. La Unión Europea y la crisis de la deuda de la década pasada serían un claro ejemplo de ese error.

De todas formas, eso no quiere decir que no haya agentes económicos empeñados en explicar qué es lo mejor y lo peor; vendedores de humo que saben leer el futuro en las líneas de la mano del mercado. Empresas –y sus representantes-- que tratan de convencernos de que sus intereses coinciden con los nuestros.

Cada equis tiempo, por ejemplo, somos informados de la rentabilidad de la inversión en inmuebles. Hace unos años, la fórmula consistía en comprar y vender; ahora, se trata de alquilar. Todos sabemos que la vivienda, además de valor refugio, se ha convertido en un problema social. A pesar de ello, nos invaden noticias supuestamente veraces sobre el gran retorno de la inversión en el negocio del alquiler.

Al parecer, la rentabilidad se mantiene desde hace tres años en torno al 7% anual, entendiendo por rentabilidad la relación entre el precio de compra y los ingresos brutos por arrendamiento. O sea, que si alguien adquiere en Barcelona un piso por 500.000€ luego lo puede alquilar por 2.916€ mensuales: el 40% más que el bono a 10 años.

La mentira –reproducida una y otra vez hasta ser aceptada como referencia pseudoestadística-- es de tal tamaño que sorprende que las administraciones no salgan al paso para denunciarla y evitar así la generación de unas expectativas falsas y nocivas para la economía y la convivencia. Esa relación entre inversión y retorno es falsa. Para empezar, el índice que impuso la Generalitat –y que volverá a aplicar en 2024-- para un piso de ese precio en Barcelona –una de las 140 ciudades catalanas tensionadas-- apenas llega a los 1.500€, la mitad de lo que dice la propaganda.

Durante la breve vida de la ley catalana de la vivienda, el precio por metro cuadrado en Barcelona se congeló. Y aunque este año ha vuelto a subir, la aprobación de la norma nacional, que incluye el concepto de ciudad tensionada y de grandes tenedores (cinco viviendas o más) limitará la ganancia de los propietarios. Es decir, que quien desee obtener esas altas rentabilidades tiene que darse prisa. Ese es el mensaje.

La frontera entre la vivienda como derecho y como negocio puede ser discutible, pero lo que no admite debate es el fomento obsceno de la especulación.