La ciudad de Barcelona encara la primavera con una actividad frenética. El Mobile World Congress (MWC) podría batir el recórd de asistencia, con más de 100.000 visitantes y superar ya el año previo a la pandemia, 2019. Fira de Barcelona prepara grandes ferias como Alimentaria en pocas semanas y las instituciones y empresas privadas están pendientes de que la Copa América impacte en la ciudad con una promoción enorme, porque se trata del tercer evento deportivo más importante del mundo, tras los Juegos Olímpicos y el Mundial de fútbol. Las autoridades locales, y también el Govern de la Generalitat, destacan todo lo que puede exhibir Barcelona. Pero, ¿los barceloneses lo viven con la misma intensidad, acompañan con su aliento toda esa efervescencia?
Esa es la cuestión que los propios responsables municipales se formulan. Aunque quedan unos meses para que la Copa América se haga presente en la ciudad –la competición se celebrará a partir de octubre, con eliminatorias previas en agosto— la ciudad “no respira” entusiasmo, como ha señalado Marian Muro, ex directora de Turisme de Barcelona en una entrevista en Metrópoli. Pero es que hay otros acontecimientos que sí deberían haber entusiasmado a los locales, al formar parte de la propia identidad de la ciudad y de Catalunya como ha sido la exposición Miró-Picasso que cerró sus puertas el pasado domingo. Lo decía el concejal de Cultura, Xavier Marcé, también en una entrevista en Metrópoli. Las administraciones públicas y también con el concurso del sector privado, impulsan iniciativas que, en muchos casos, miran más al exterior que al interior. Está bien que se pueda atraer un público internacional, pero también es necesario que la ciudad, sus habitantes, vibren con lo que se organiza.
Barcelona es una marca internacional. Lo es desde los Juegos Olímpicos de 1992. Eso comportó una cara A y una cara B, con externalidades negativas. La ciudad juega en primera división, y eso, al margen de todo lo que no funciona, debe ser interpretado como algo positivo. Pero desde hace unos años, y tal vez porque se quiso primar lo más próximo al ciudadano sin ningún resultado tangible, como mera retórica –los dos mandatos de Colau-- el desapego ciudadano comienza a ser notable.
Esa exposición Miró-Picasso ha tenido un eco relativo entre los barceloneses. En los últimos años distintas ciudades europeas han organizado grandes exposiciones con una participación masiva de ciudadanos europeos, pero también de ciudadanos locales, como la que exhibió Amsterdam con Vermeer, o más recientemente Lovaina con Bouts, o Amberes con la selección de pinturas de cabezas por parte de grandes artistas titulada Turning Heads.
Como sucede con el Museo Picasso, --muy visitado, uno de los iconos de Barcelona, pero masivamente por parte de extranjeros-- la exposición conjunta entre la Fundació Miró y el Picasso, pendiente del recuento final, ha sido admirada sólo en un 20% por locales, de Barcelona o del área metropolitana. ¿Es mucho? ¿Es poco?
Los barceloneses consumen cultura, --lo prueba el registro del teatro en la última temporada-- pero hay una percepción generalizada –que comparten los propios responsables municipales-- de que falta algo más, de que no hay una comunión con los proyectos en marcha. Aunque es evidente que la conexión que se produjo en su día con los Juegos Olímpicos es casi imposible de que se alcance, tanto el sector público como el privado deben asumir que no todo se debe hacer para el visitante, que los vecinos y vecinas de la ciudad, --los que pagan el IBI, por ejemplo, que es la primera fuente de ingresos del ayuntamiento-- necesitan agarrarse a cuestiones más prosaicas, que les ayuden de verdad. ¿La promoción de vivienda asequible tal vez? ¿Un proyecto metropolitano serio, eficaz y ambicioso?