En agosto, Barcelona ha sido calor, mucho calor, y turismo, mucho turismo; como tantas otras ciudades españolas. Y también ha sido teatro de polichinelas en Arc del Triomf el día 8 y recuerdo de los atentados yihadistas de siete años atrás en el memorial Pla de l’Os de la Rambla, el 17; dos acontecimientos que tienen en común fracasos de los Mossos d’Esquadra, además de estar impregnados por la herencia del procés.

Lo que más ha trascendido de la conmemoración del aniversario de la masacre, pese al compromiso de restar protagonismo a los políticos, han sido los reproches del nacionalismo a la ausencia de Salvador Illa, flamante presidente de la Generalitat. Y también el protagonismo de una de las víctimas que trata de llevar a la Unión Europea su teoría de la conspiración, la misma que defendió ante la Audiencia Nacional el exdiputado neoconvergente y letrado Jaume Alonso-Cuevillas.

El mundo nacionalista y, en general, la sociedad catalana siguen mirando hacia otro lado desde hace siete años sin afrontar lo que hay detrás de aquella tarde de agosto.

Es más, el reciente acuerdo-programa firmado por el PSC y ERC, y asumido por los comunes, insiste en profundizar en las señas de identidad que conforman el proyecto nacionalista. También en los mecanismos de integración social porfiando en el eje vertebrador de la lengua, como el pujolismo, sin la menor señal de haber entendido que los acontecimientos de 2017 cuestionan la política de acogida que se practica en Catalunya desde hace 40 años.

(Aunque se cifre en 16 el número de víctimas mortales del 17A, lo cierto es que también murieron otras ocho personas, siete de ellas nacidas, criadas y asimiladas en el corazón de la Catalunya catalana, Ripoll. Gentes con un nivel idiomático nativo que en cuestión de meses y en secreto se sumergieron en un viaje al horror ajeno por completo a nuestra cultura.)

Tenemos un elefante en la habitación, pero nadie parece verlo. Los ultras de Sílvia Orriols hicieron este año su homenaje a las víctimas y, no sin algo de razón, recriminaron los actos que tiempo atrás se habían celebrado en la ciudad de origen de los terroristas. En ellos, los esfuerzos por la no discriminación y por combatir el racismo dejaron en segundo plano el drama de las víctimas y el enorme problema a que se enfrenta Catalunya, como el resto de las sociedades democráticas que practican la acogida.

Lluís Rabell acaba de escribir un interesante artículo en el que glosa los esfuerzos por el multirracismo que se hacen en todo el mundo para llamar la atención sobre las políticas que anuncia la nueva Generalitat de izquierdas en la materia. Desde su punto de vista, se trata de algo capital para una ciudad como Barcelona, que está llamada a ser, dice, el nuevo Londres de la diversidad racial.

Es curioso que el trabajo Illa y el reto de la democracia multirracial se haya publicado en el bloc del concejal el 22 de agosto y que no contenga una referencia directa a la catástrofe del 17A, aunque es evidente que habla de ella. Nos cuesta trabajo reconocer al paquidermo, quizá porque entonces tendríamos que hacerle frente.  

No basta con acusar a los racistas y a los neofascistas de aprovechar las circunstancias para predicar sus doctrinas, ni con condenar el odio que propagan; tenemos el deber de afrontar el problema con la entereza a que nuestra condición de ciudadanos libres nos obliga.