El Consorcio de la Zona Franca de Barcelona defiende un nuevo modelo económico para la capital catalana y toda el área metropolitana que afronte con garantías el futuro, sin dar la espalda a la industria, que ha sido siempre el gran motor y la característica diferencial del conjunto de Catalunya. Esa industria, sin embargo, es hoy muy diferente a lo que fue. Desde 2020, el Consorci, que preside como delegado especial del Estado Pere Navarro, organiza el evento BNEW, la Barcelona New Economy Week.

Se trata de que Barcelona refuerce su papel como ciudad innovadora y profundice en áreas como las tecnologías de la información, que ya suponen el 9% del PIB catalán. También se busca un papel más activo en el sector de la movilidad, con el gran reto que supone la electrificación –que se ha puesto en cuestión en determinados círculos. El BNEW también entra de lleno en la sanidad, con la innovación biomédica como bandera y en la Inteligencia Artificial. Se trata de atraer talento, de ofrecer confianza, y de establecer sinergias entre el ámbito público y el privado, para que Barcelona, como gran mancha urbana en el contexto europeo, pueda perfilarse en el futuro.

La ambición es grande, y el esfuerzo notable. El Consorci de la Zona Franca está alineado con los proyectos que también tiene el Ayuntamiento de Barcelona. El nuevo Govern de la Generalitat quiere empujar en ese mismo sentido, con la innovación y la reforma de la administración. Pero el mundo también presenta otros modelos, y no está claro quién podrá aportar más beneficios al conjunto.

Porque Barcelona tiene delante a Madrid. La capital española ha avanzado a pasos agigantados utilizando sus propios instrumentos: el suelo. Los proyectos del Madrid Nuevo Norte son de unas dimensiones impensables en Barcelona. La paradoja es que la capital catalana podría aprovechar el empuje de Madrid, y, al mismo tiempo, animar a que esa gran capital sea cada vez más grande y poderosa. ¿Es una contradicción?

No lo es para los que llevan tiempo estudiando el modelo de Madrid. El arquitecto Fernando Caballero lo explica en su libro Madrid DF, que ha publicado --¡vaya!—una editorial catalana: Arpa. Caballero escribe sobre el Madrid “de los despachos”, que, sin demasiado ruido, han ido dibujando una ciudad con mucha ambición, capaz de competir con las grandes ciudades del mundo, con Londres, París o Miami –buscando la referencia americana.

“Mientras se planificaba la expansión de Barajas y los antiguos monopolios se convertían en multinacionales globales, Madrid diseñaba un plan a medida”, señala Caballero, convencido de que la capital española debe llegar a los diez millones de habitantes –tiene ahora siete—y ser un gran centro conectado con muchos otros “nudos” en España, para aprovechar la dinámica mundial en la que sólo las grandes ciudades tendrán un papel destacable en la economía global.

Lo que intenta Barcelona es de suma importancia, pero la capital catalana tiene unas limitaciones físicas importantes. Debe –y está en ello—contar con el área metropolitana, y llegar a esa metrópolis de cinco millones de personas. Pero hace falta algo más.

Lo que plantea Caballero y que el tejido empresarial madrileño ha entendido hace mucho tiempo puede entrar en colisión con Barcelona, con esa idea de ser una las ciudades más atractivas para vivir en el mundo, con la innovación y las nuevas tecnologías como enganche. O puede resultar una oportunidad enorme para establecer complicidades que beneficien al conjunto de los ciudadanos.

El momento es idóneo, porque se vuelve a discutir sobre proyectos tangibles, sobre inversiones, sobre necesidades, sobre proyectos colectivos posibles.