Desde hace un mes que vuelvo a ser vecino de Barcelona. He vuelto a mis orígenes. Un volver a empezar en mi barrio de toda la vida, ese que nace sin solución de continuidad entre el Poble Sec y l’Eixample. Como dicen algunos mayores es el barrio de la Gran Vía para abajo. Por cierto, vivo al lado de un colegio, mis Salesianos de toda la vida, y tengo que compartir opinión con el centro: los juegos y las risas de los niños no es ruido, por mucho que ahora algunos energúmenos se rasguen las vestiduras porque los decibelios de los críos corriendo y jugando no les permite vivir en su burbuja de ecopijos. Pues sí, los críos chillan. Y siempre han chillado porque es intrínseco a la chavalería. A mí, como a todos, a veces te jode pero intentar amordazar los espacios infantiles y juveniles me parece propio de mentes calenturientas.
Cuarenta años después he vuelto a mi barrio y a veces me pongo melancólico. Cambios, los que quieran y más porque las ciudades son espacios vivos. Algunos cosas siguen en su sitio, o lo que a mi me parece su sitio porque han estado ahí toda la vida. El Frankfurt, la cafetería madrugadora, la carpintería o hasta el taller de reparación de coches. Otras no, y la multiculturalidad es más que evidente. Restaurantes vietnamitas, tailandeses, birmanos, mexicanos, brasileños, venezolanos, colombianos, argentinos, japoneses y un largo etcétera conviven con los consabidos recintos de toda la vida ahora regentados por chinos, y con la nueva cocina barcelonesa que adopta el acento de todas las comunidades de la península.
Lo que más me ha chocado es la invasión de peluquerías de señores, señoras y unisex. Hasta diez centros he contado en una sola manzana.
Barcelona se encamina a marchas forzadas a ser declarada la ciudad mejor peinada del mundo. Junto a las barberías de toda la vida y las peluquerías tradicionales se agolpan centros de belleza, tiendas de uñas y trencerías, así como suena. Somos los más arreglados y somos, sin duda, los que tenemos más bares, restaurantes y cafeterías por metro cuadrado del mundo mundial.
Pero también, tenemos mucha gente viviendo en la calle, mucha gente mayor sola con dificultades de movilidad, mucha gente acercándose a diario al comedor social o a los bancos de alimentos. Y otros muchos, trabajando pero con grandes dificultades para llegar a fin de mes porque también en Barcelona tener trabajo no implica no ser pobre y tener calidad de vida. Los salarios y el precio de la vivienda hacen de la gran urbe un lugar imposible para vivir, y la movilidad es una asignatura pendiente que requiere que sigamos poniendo codos para mejorar y para arreglar entuertos. Estos son problemas reales y no la patochada de quejarse por el ruido de los colegios.
Barcelona ha recuperado impulso pero bueno es reconocer que no estamos al 100%. Podemos ver luz al final del túnel pero estamos en el túnel, conviene no olvidarlo. La percepción de inseguridad es real. Los delitos bajan pero la percepción sigue situando la inseguridad como el principal problema. Aunque la siempre complicada noche de fin de año, el concejal Albert Batlle la ha superado con nota.
Hemos mejorado la limpieza pero Barcelona todavía no se puede calificar como una ciudad limpia. Somos una gran urbe y tenemos los problemas de una gran urbe, y el reto es conseguir una ciudad para vivir, trabajar y convivir.
El reto es ingente y es vergonzante como algunos juegan a la táctica miope y cortoplacista en el hemiciclo municipal. Se dicen veleidades como “gobernamos desde la oposición”. Otros dirán, diremos, que esto son chorradas. Se gobierna desde el gobierno municipal y desde el gobierno se puede marcar perfil propio, aunque eso sí hay que arrimar el hombro. Trabajar, vamos, en lenguaje coloquial.
Iniciamos un 2025 con la incertidumbre de tener un presupuesto. Y tener un presupuesto es poder invertir en los barrios y en las personas. Dejémonos de ponernos estupendos. Pongamos la táctica a un lado y pensemos en la estrategia. Recuerden que las elecciones son en 2027 y no estamos para perder el tiempo.