Soy de los que, cuando compra un electrodoméstico y ve que funciona, experimenta una epifanía, pues estoy acostumbrado a que las cosas no piten a la primera al llegar a mi casa. De la misma manera, cuando ocurre alguna desgracia, tiendo a suponer que me está pasando únicamente a mí. El apagón del pasado lunes, sin ir más lejos. Puede que otros se dieran cuenta ipso facto de lo que pasaba, pero yo tardé lo mío.

Lunes por la mañana. Intento escribir un artículo y observo que el flexo de la mesa no funciona. Debería haber intentado encender una luz, pero yo no funciono así. Yo cambié la bombilla y vi que seguíamos en las mismas. Solo entonces se me ocurrió lo de encender alguna luz. Lo hice y no pasó nada. ¿Qué es lo primero que pensé, y disculpen por mi megalomanía? Pues que el apagón se circunscribía exclusivamente a mi apartamento.

Salí al rellano, observé que las luces de la escalera estaban apagadas y deduje que todo el edificio compartía mi triste suerte. Como creo firmemente en lo de que mal de muchos, consuelo de tontos, volví a casa algo más tranquilo. Encendí el ordenador y vi que no funcionaba el internet. Me sorprendió el silencio de mi móvil (ni un triste whatsapp), pero, evidentemente, no se me pasó por la cabeza la idea de que el aparatito tampoco funcionara. Así pues, me tumbé en el sofá y estuve holgazaneando hasta eso de las cuatro y cuarto, cuando tenía que acudir a una cita con mi abogado por un asunto molesto que les ahorraré, pero que tiene que ver con la gentrificación, la crisis de la vivienda y los fondos buitres.

Salí a la calle y me pareció que había caído una bomba en Barcelona. Calzadas casi vacías, un coche de vez en cuando y algún que otro taxi (siempre ocupado). El bufete del abogado me caía lejos y pretendía llegar hasta allí en taxi. ¡Vana pretensión! Y a todo esto, los semáforos se habían fundido y la gente conducía de oído. No hubo choques monstruosos porque Dios no quiso.

Viendo que no había manera de salir de allí, intenté llamar por teléfono a mi abogado, pero, evidentemente, el móvil no funcionaba. De vuelta en casa, intenté llamarle al fijo de su bufete, pero esta vez era el fijo de ahí el que no pitaba. Fui afortunado, ya que recuperé la luz antes de las cinco de la tarde. Y el internet, así que pude enviar un artículo a Crónica Global y consultar la prensa online: el que yo creía un apagón limitado resulta que afectaba a España y Portugal, que se habían quedado radicalmente a oscuras.

Lo primero que pensé fue en los que se habrían quedado atrapados en los ascensores. O en los trenes. O en el metro. O en un hospital, a media operación (o a medio parto). Por una vez, sentí que la vida no se cebaba conmigo, y la verdad es que fue una sensación muy agradable (de verdad que me solidarizo con los que no tuvieron tanta suerte como yo).

Como no tengo muy buena opinión de mis semejantes, me temí una noche de saqueos y contenedores quemados, pero la verdad es que todo el mundo se portó muy bien. Menos los habituales pamplinas que se lanzaron a afirmar que, gracias al apagón, todos habíamos dejado de estar pendientes del móvil y habíamos salido a la calle a confraternizar con los vecinos, lo cual nos hacía más humanos. Estoy esperando a los que sostienen que saldremos reforzados de esta desgracia, como cuando la COVID: no tardarán mucho en rebuznar al respecto en Facebook e Instagram.

En Madrid, como me contó un amigo de allá, aún se portaron mejor. Viendo que no había nada que hacer, se propulsaron a los bares abiertos, llenaron las terrazas y se inflaron a cañas. Sabia decisión. Para escuchar a Sánchez decir que solo sabía que no sabía nada (el chaval nos ha salido filósofo) o insinuar que la culpa era de las eléctricas, no de la legendaria ineficacia de su gobierno, mejor matarse a cervezas, ¿no?

Cuando llegue el fin del mundo, o la invasión de los marcianos, nos pillará a todos en las terrazas de los bares. ¡Qué gran país éste!