El mapa de los sabores de mi infancia discurre entre los cruasanes de chocolate de La Bolet y las ensaimadas del Forn de la calle mayor de Sarrià. No los habrá mejores. Porque están anclados en mi memoria, pero también porque no tenían nada que ver con pan congelado, levaduras madre o harina de cúrcuma.

Esta semana se ha oficializado el cierre del Forn Sarrià. La Bolet lo hizo ya hace años, previo traspaso del negocio a una nueva propietaria que, en cuanto perdió el buen hacer de Albert, el pastelero de toda la vida, vio como los clientes iban cayendo en un degoteo incansable.

El local sigue cerrado, a la espera de ser vendido como inversión inmobiliaria. Se encuentra a unos metros de la Casa 1736, merecedora del último Premio FAD de arquitectura e interiorismo. Los responsables de HArquitectes tuvieron el buen gusto de mantener la fachada del edificio en una reforma que ha durado años.

Pero un barrio no son solo sus fachadas. El barrio lo hacen sobre todo quienes viven, y trabajan, en él. En su comunicado, el equipo del Forn Sarrià ha querido agradecer al barrio su fidelidad, como relataba esta semana Metrópoli Abierta. “Gracias por cada buen día, cada sonrisa, cada conversación y cada confianza depositada en nuestro pan”, escriben.

No es solo la añoranza de los sabores. Entro, después de años sin pisarla, en la mercería de toda la vida, uno de los pocos negocios que resisten el paso del tiempo en ese Sarrià remozado. En la mercería Josefa Cortinas las cajas de calcetines, pijamas y ropa interior siguen acumulándose en unas estanterías que acumulan ellas solas tantos años como el resto de negocios juntos de este eje comercial. Sin la menor concesión al márketing, pero con el saber hacer de toda la vida.

Su responsable me recibe saludándome por mi nombre y me pregunta por mi hijo, al que ha visto crecer jugando a fútbol  -cuando se permitía, aunque ya estuviera prohibido- en la plaza aledaña, y comentamos las vicisitudes del barrio, los deportes minoritarios y hasta el mundo casteller.

Mientras las franquicias proliferan por la calle mayor, él sigue ahí, bajo la bufanda del Barça que preside el establecimiento y con la eterna compañía de su tío sentado al fondo del pasillo. Desafiando al paso del tiempo y los mandamientos de este mundo de tiktokers e influencers bajo unos focos eternos.

Y llego a la conclusión de que llegados a este punto, el lujo es eso. Entrar en un comercio y que te salude una cara amiga, que conoce tus gustos y a tu familia, y te ofrece un trato amable por el simple placer de compartir un rato.

Como en esa cadena de supermercados de Países Bajos que ha creado una caja especial para personas que necesitan un poco de charla con mucha más urgencia que esa media docena de huevos que han bajado a comprar. Habrá que recordarlo cada vez que nos sentimos tentados por las plataformas online y los grandes centros comerciales.

Sigo bajando la calle mayor. El Monterrey y el Bar Tomás me recuerdan que no está todo perdido. No solo por el cartel de servir las mejores bravas de Barcelona que el Tomás se ha ganado a pulso. Sobre todo porque quienes las sirven son los de siempre, camareros que han visto pasar a generaciones, sin los que esos locales no serían lo mismo.

Hace poco compartía mantel con Javier de las Muelas, maestro de anfitriones más allá de la coctelera. Recordaba con nostalgia a un jefe de sala de un restaurante que sabía con precisión qué mesa gustaba a cada uno de sus clientes, al tiempo que se adaptaba a las necesidades de los nuevos comensales.

Y convenimos que, efectivamente, el lujo es eso. Entrar en el bar de siempre y que sepan sin preguntar cómo te gusta el café.