Cada vez que paso por la esquina de Via Laietana con València, me quedo enganchado al escaparate de El marco de oro, una tienda de enmarcaciones, carteles antiguos, posters (atención a los de Tintín), placas metálicas con anuncios de productos del año de la pera y otras alegrías gráficas.
Siempre pienso que ya no la voy a encontrar allí (Via Laietana, 145), y que en su lugar habrá una nueva sede de la acreditada corsetería Yamame o la enésima imitación de las cafeterías de Williamsburg, Brooklyn, con su brunch y sus tostadas con aguacate (¡Dios las maldiga!).
Tal como está el Eixample, es un milagro que El marco de oro siga en su sitio, pues uno ya ha visto desaparecer en su barrio a la mayoría de lo que se conoce como tiendas de toda la vida. La primera fue el Colmado Forcada de la calle Mallorca, entre Rambla Catalunya y el Paseo de Gràcia, único establecimiento de la zona al que llegaban las legendarias patatas fritas gallegas Bonilla a la vista.
En Can Forcada te pegaban unos palos considerables, pero siempre encontrabas cosas estupendas que no estaban en ningún otro lado. Así fue hasta que le llegó la hora de la gentrificación, y ahora hay una cafetería modelo Williamsburg.
Nunca he entrado, así que no sé si despachan tostadas con aguacate, pero no me extrañaría lo más mínimo. Y después del de Forcada, vinieron más cierres abruptos, que continúan en la actualidad, si es que queda algún sitio con solera por chapar.
El marco de oro se inauguró en 1939, justo después de la guerra civil. Tiempos cutres y propicios a hambrunas y miserias. Como nadie tenía un duro, se oficializó el trueque para los artistas o propietarios de lienzos de los que se querían desprender (para colgar otros).
Por un cuadro, te daban tres marcos. El cuadro se ponía a la venta en la tienda y si alguien lo compraba, todo eso que se llevaba el dueño. Y si no, san joderse cayó en lunes, que decía un personaje de una de las novelas de Eduardo Mendoza.
Solo encuentro dos motivos para la permanencia de El marco de oro en tan buena esquina: que el local sea de propiedad o que goce de un alquiler antiguo que le haga perder dinero al casero.
Hay un tercer motivo, pero dudo mucho que contribuya al esplendor del establecimiento: Pedro Sánchez, nuestro querido presidente del gobierno, confiesa ser fan de la tienda, que ha visitado en varias ocasiones para hacerse con carteles vintage con los que decorar su modesto apartamentito madrileño de servidor público.
Es una lástima que Sánchez no se encuentre precisamente en la cima de su popularidad y que media España quiera verle dar con sus huesos en la cárcel, si resulta que estaba plenamente al corriente de las trapisondas de sus tres tenores (Cerdán, Ábalos y Koldo) y éstas servían para financiar ilegalmente al PSOE (o a él mismo).
Si Sánchez fuese amado por todos los españoles, a la tienda le iría muy bien una foto suya en el escaparate, tomada en el momento de hacerse con unas cuantas piezas para las paredes de su casa.
Pero, tal como está el patio, es más probable que la imagen de nuestro hombre en la vitrina de la entrada pusiera en fuga a los posibles clientes.
El marco de oro es ya lo único que recuerda a mis tiendecitas favoritas de la infancia, aquellos pequeños quioscos especializados en cromos y postales de estrellas de cine ante los que me paraba fascinado cuando era un crío.
Dirigidos a niños y chiflados del cine por igual, la verdad es que no podían ser más de postguerra. No sé si los echo de menos porque estaban muy bien o porque empiezo a chochear. En cualquier caso, para volver a esa época, ya solo me queda El marco de oro. Si es que un día de éstos no se produce la venganza de la tostada con aguacate, que debe estar que trina, la condenada.