La penalización de las faltas de ortografía en selectividad ha causado víctimas. Los estudiantes. Y la secretaria general del Consell Interuniversitari de Catalunya, que ha dimitido.

Catedrática de latín de la Universitat de Barcelona (UB), ha durado cuatro meses en el cargo. Antes fue vicerrectora de Política Lingüística de la UB de 2017 a 2020. Un trienio del “proceso”.  

El nuevo desbarajuste lingüístico la ha expulsado a causa de la ortografía. Porque en Literatura Catalana y Castellana los errores en “redacción, gramaticales, ortográficos o léxicos en el conjunto del examen”, penalizan hasta dos puntos.

Su tragedia es que hasta ahora se penalizaban con 1 punto en Literatura Castellana. Pero en Literatura Catalana ni se citaban penalizaciones en las pautas de corrección. Tongo.

“Todo profesor de lengua y gramática puede suspender a otro profesor de lengua y gramática”, enseñaba en la UB el muy sabio catedrático Ernesto Carratalá (1918-2015). Citaba un ejemplo.  

“En catalán, la palabra zarza puede escribirse de muchas maneras”, explicaba. Esbarzer, Esbarcé, Esbarcer, Asbarcer, Esvarcer. Hesbarzer… y así hasta 31 combinaciones erróneas.

¿Cuántos correctores sabrían la correcta? ¿Cuántos estarían de acuerdo? Porque las autoridades lingüísticas catalanas siempre han sido incapaces de acordar nada sólido en política lingüística.

Ni antes, ni durante ni después del ¿procés, procès, prozés, prozès, prusés? Sólo hay que ver los descalabros y fracasos en los informes europeos de Pisa. Y los peores resultados de las pruebas de competencias básicas en 6.º de primaria y 4.º de ESO.  

“Cada día se escribe peor. Nuestra enseñanza no cuida, como debería ser, del dominio del idioma”, alertó en 1971 el subdirector de El Correo Catalán, Manuel Ibáñez Escofet (1917-1990).

Lo escribió en su artículo El deure d’escriure bé, recogido en su antología La corda fluixa (Pòrtic, 1971). Consideraba que es en la enseñanza primaria y secundaria cuando hay que sentar las bases de la corrección y la agilidad del estilo.

Ya entonces culpaba de ello a que se “menosprecia olímpicamente la disciplina gramatical”, y a que “se da poca importancia al conocimiento amoroso de la lengua”.

Comprobó que a aspirantes a periodistas y escritores “les costaba narrar con coherencia hechos e ideas”. Y acusaba, también, a “la bajísima calidad de la literatura administrativa”.

Partidario de que hasta los matemáticos escriban bien, admitía que no es necesario hacerlo como un capítulo del Quijote. Exigía “pensamiento, claridad, elegancia y gentileza”. Y respeto al lector.

Reivindicaba para el oficio de narrar un “lenguaje exacto, llano, y bien jugado”. Creía que podía hacerse. Entusiasta de su trabajo, se equivocaba. Porque este asunto aún no para de empeorar.

Carratalá, Escofet y tantos otros ya no pueden ver los gravísimos errores y faltas que se cometen en diarios de papel y digitales. En los titulares y subtítulos de las televisiones. En wasap y mails. Y hasta en la Inteligencia Artificial.

En cuanto al talento, aún vale el lema de Unamuno: Quod natura non dat, Salmantica non praestat (Lo que la naturaleza no da, la Universidad de Salamanca no lo otorga). Barcelona, tampoco.