Este lunes han reabierto las aulas los 584 centros educativos de Barcelona -de los que 374 son públicos, 132 concertados y 78 privados-. Un curso que empieza, un año más, con negros nubarrones en el horizonte.

Para empezar, lo que parece ya una condena sistémica de la educación catalana: amenaza de huelga de la Ustec, siempre presta a imponer sus exigencias. Su líder, Yolanda Segura, ha visto pasar a cuatro consellers en sus seis años al frente del sindicato. En este periodo ha habido huelgas en la educación todos los cursos, ya fuera por motivos laborales o políticos.

Más allá de las amenazas de la Ustec, interiorizadas ya como un elemento más del calendario escolar, a padres y administraciones les preocupa sobre todo el ruinoso rendimiento de un modelo que ha situado a los alumnos catalanes a la cola en todos los rankings de aprendizaje y aptitudes.

En este contexto se enmarca la prohibición de los móviles en todos los ciclos de la educación obligatoria. “Apagar los móviles y abrir los libros, será un gesto poderoso” anunciaba este lunes Salvador Illa en el inicio del curso. De Perogrullo, pensará más de uno. En todo caso, una medida a elogiar.

Me escama, sin embargo, que para conseguir que los menores dejen de jugar con sus móviles en las aulas o los patios los centros educativos necesiten una orden taxativa de la Generalitat.

No son todos. Muchos centros hace años que practican la saludable obligación de entregar el móvil al tutor al inicio de las clases. Pero otros, en buena medida públicos, han necesitado el mandato político para imponer la medida a los alumnos, que es tanto como decir a los padres de los alumnos.

Llegamos aquí a uno de los elementos en los que doy toda la razón a las quejas del sector educativo. La progresiva pérdida de autoridad del profesorado -que no es exclusiva, ni mucho menos, de este ámbito- es probablemente uno de los elementos que mejor explican la dramática situación de la enseñanza y la no menos dramática falta de formación de nuestros menores.

No estoy tan de acuerdo con la solución propuesta por algunos sindicatos: ¡Hay que reconocer a los profesores como autoridad pública!, sentencian. El objetivo no es otro que dar ventaja a los docentes en caso de llevar ante el juez los enfrentamientos con padres y alumnos.

¿No sería más fácil dar herramientas al profesor para imponerse en el colegio antes de tener que llegar al juez? Llámenme loca, pero cuando los profesores pueden expulsar a un alumno que impide dar clase, suspender a los que no alcanzaban el nivel suficiente de conocimientos y obligar a repetir curso a los que no están preparados para seguir avanzando difícilmente necesitan acudir al juez para imponer su criterio.

La autoridad y la disciplina es uno de los elementos que distinguen a algunas de las escuelas concertadas que año tras año se sitúan en lo alto de los rankings de resultados académicos. Me dirán, con razón, que la composición socioeconómica del alumnado tiene mucho que ver con ello, y es absolutamente cierto.

Pero este junio muchos se exclamaban por el hecho de que dos de las tres mejores notas de la Selectividad salieran de colegios del Opus. Colegios de élite, cierto, en los que la disciplina y la autoridad del profesor no son elementos menores.

Tampoco lo son en una parte de la concertada con menos recursos, que sigue ofreciendo un servicio imprescindible para garantizar la educación obligatoria. Pese a que las administraciones insistan en obviarlo, con menos recursos y ninguna mención a sus esfuerzos, la concertada garantiza la escolarización del 30% de los niños y niñas de Barcelona (la mitad para el conjunto de Cataluña).

Y más podría hacer, si los conciertos se extendieran en la educación infantil. Lo denunciaba este lunes Daniel Sirera: "Jaume Collboni vuelve a suspender en el inicio de curso al dejar a 3.624 niños sin plaza de guarderías municipales". La solución, de nuevo, está en el concierto, que permitiría además salvar a esas pequeñas guarderías de barrio que también son tejido vecinal de toda la vida.