Era un sábado al mediodía de finales de mayo. Me impresionó ver cómo una familia muy numerosa ocupaba las dos mesas de madera y los cuatro bancos que el Ayuntamiento había instalado en una esquina del mercado de Sant Antoni.
Diría que eran entre 10 y 15 personas. Llevaban las neveras portátiles que se utilizan para las excursiones campestres y playeras. Se preparaban para comer: el lugar no era muy agradable, pero ya empezaba el calor y las mesas quedaban protegidas del sol por la estructura del mercado.
Me recordó escenas similares de años atrás en las zonas de césped de los lados de la Ronda del Litoral a la altura del Fòrum con las que el consistorio había decorado aquella autopista urbana. La imagen era de un contraste agresivo: grupos familiares de pícnic junto a aquel tráfico infernal.
En las dos situaciones, pero sobre todo en la de Sant Antoni, me pregunté si ese era el objetivo de las reformas urbanas de la ciudad, si esos espacios se habían creado para almuerzos al aire libre. Cualquiera puede entender que una familia que vive en un piso sin condiciones, máxime si es numerosa, esté mejor al aire libre que en el propio domicilio.
Pero no deja ser extraño, incluso disparatado, que frente a las mesas del Tres Tombs, los nuevos vecinos del barrio monten su particular happening en plena calle y a la vista de todo el mundo.
Eran malos augurios porque apuntaban que la cacareada pacificación de los barrios de la que algunos hacían bandera no iba por buen camino. Facilitar espacios al raso en el centro de la ciudad para las comidas familiares es una barbaridad. Barcelona dispone de alternativas muy próximas para facilitar esos servicios.
Durante las obras del mercado, las paradas se trasladaron provisionalmente a la Ronda de Sant Antoni, donde ha quedado una herida absurda y profunda que aún planea sobre las quejas del barrio.
Los vecinos convocaron este lunes una cacerolada nocturna por la inseguridad y la falta de limpieza, que consideran producto del abandono en que se encuentran.
Hay que decir, sin embargo, que esa situación no es nueva. Cualquiera que conozca la zona sabe que detrás de las antiguas murallas medievales siempre hubo mala vida y delincuencia de menudeo. El Ayuntamiento tenía la obligación de conocer las características del barrio y los riesgos que conllevaban ciertas decisiones. A principios de agosto tuvo que empezar el desmantelamiento de los bancos de madera y hasta del 30% de las obras en torno al mercado que hizo Ada Colau.
La gentrificación provocada por el turismo se ha sumado a la que ya había sufrido durante tantas décadas por razones socioeconómicas, y ha actuado como catalizador de la degradación; una degradación que se extiende como mancha de aceite.
Si antes de las reformas el deterioro se contenía intramuros, ahora sube en dirección a la plaza de Espanya. Y conecta con el malestar de los vecinos de Sants-Montjuic, que parece más motivado por fenómenos de inseguridad sin relación con el turismo.
No se debe gobernar sin información y menos aún con objetivos propagandísticos como única guía. Los responsables de ese amateurismo desastroso, Barcelona en Comú, pueden decir tantas veces como quieran que el integrismo empresarial y mediático les cosió a demandas judiciales. Pero a la vista de la herencia que han dejado en la ciudad –como esta falsa pacificación de Sant Antoni-- solo cabe añadir que esas querellas se quedaron cortas, muy cortas.