El pebetero y la flecha de Rebollo. Cobi. Las playas. Freddie y Montserrat. El buen rollo. Las medallas. Los nuevos rincones ciudadanos. Fermín Cacho. Los Manolos. Las rondas. Aquel turismo. Las ceremonias. El Sant Jordi de Isozaki. El miedo a ETA. La montaña mágica. El hijo del viento. El Dream Team. El orgullo. Las pruebas de televisión HD. Las miserias ocultas.
La lista no pretende ser exhaustiva ni podría acaso serlo, más bien resulta absurda en su heterogeneidad, pero persigue el objetivo de resumir lo que los Juegos de la XXV Olimpiada imprimieron en el imaginario colectivo. Podría surgir una lista similar, imperfecta, asimétrica y caprichosa, de frases, ideas y cuasi eslóganes que se han grabado en la conciencia ciudadana, emergidos de aquella Barcelona ’92: «hicieron que la ciudad se abriera al mar», «fueron los mejores Juegos de la historia», «todavía los estamos pagando», «nos dio a conocer al mundo», «acabaron con el provincianismo»… tópicos que, como tales, hunden sus raíces en una cierta verdad pero, como cristalizaciones del lenguaje, impiden observar toda esa otra verdad que desborda desde sus márgenes.
Escaparate mundial, frenesí constructor, fenómeno social, acontecimiento deportivo, cita histórica, ocasión para el negocio fácil y no siempre lícito, cohesionador ambiental, sordina y parapeto contra la crítica política, momento y lugar idóneos para el nepotismo y el enchufismo en los distintos niveles de la organización, todo esto y más representaron los Juegos Olímpicos de 1992 para Barcelona y sus gentes, y como tales manifestaciones individual y grupalmente experimentadas, dejaron unas huellas que en muchos casos aún resultan visibles.
Sin boicot político internacional por parte de nadie, algo que no ocurría desde Múnich ’72, los Juegos de Barcelona ofrecieron una imagen de buenrollismo desde el inicio hasta el final. Fue el fútbol (sí, ahí también el sempiterno fútbol), con un Estados Unidos-Italia saldado con un 1-2, el encargado de abrir la competición, un día antes de la ceremonia de apertura. Lo que vino después resultó un jolgorio discontinuo, que iba desde la inusitada colección de medallas del equipo español —a mayor gloria del plan de Ayuda al Deporte Olímpico, para el que las empresas estatales se rascaron las cuentas corrientes durante algunos años— hasta las informaciones sobre el notable consumo de condones en la Vila Olímpica, residencia de la mayoría de los atletas. Y en medio, un excelente ramillete de nombres propios, desde Carl Lewis hasta Sergei Bubka, pasando por Magic Johnson, Charles Barkley, Michael Jordan y Larry Bird, Derartu Tulu y Elana Meyer (una etíope negra y una sudafricana blanca que dieron la vuelta de honor, como oro y plata en el 10.000, abrazadas, en una imagen insólita para esos años finales del apartheid), los 1.500 dorados de Cacho, la perfección gimnástica de Vitaly Scherbo o el emocionante hectómetro de la recuperada Gail Devers. Otra lista heterodoxa, incompleta, infeliz comparada con aquellas hazañas deportivas y su calado humano.
Algo especial ocurrió en Barcelona ’92 que no se volvió a producir en ningún otro acontecimiento acogido en la ciudad —y no han sido pocos en este cuarto de siglo.
A los men in black del COI, esa organización con fines de lucro residente en Suiza, sospechosa y sospechada de chanchullos que movieron incluso al FBI a investigarla, les encanta hablar de la familia y del espíritu olímpicos. ¿Qué queda de aquel sentimiento olímpico en la Barcelona actual? Puede que no mucho en cuanto al buenrollismo antes mencionado: la ciudad se ha hecho mayor, acaso demasiado para sus dimensiones como contenedor, y en el proceso de crecimiento ha perdido candor, frescura, espontaneidad, vigor y alegría vital; a cambio de esas arrugas y ciertas cicatrices, aquel verano del ’92 parece haber aportado una capacidad organizativa de la que quizá ninguna otra ciudad española pueda enseñorearse, una convicción de que Barcelona puede acoger, y así lo viene haciendo, cuanto acontecimiento social, cultural, político, lúdico, deportivo o de otra índole se proponga y le propongan.
«Los Juegos nos pusieron en el mapa», otro tópico lemático heredado de aquella cita olímpica, apresa su buena cuota de verdad. Desde entonces no sólo ha explotado la bomba turística hasta el punto de que en ciertas zonas de la ciudad es imposible ya escuchar a alguien hablar catalán o castellano, sino que también, merced a aquel altavoz mundial que atronó durante dos semanas con su antes y su después, han llegado para instalarse asuntos como el Mobile World Congress, el circo de las motos gracias a la construcción del Circuit de Catalunya o la designación, en un goteo constante, del Palau de la Música, el Hospital de Sant Pau, la Sagrada Família, la Casa Batlló o la Casa Vicens como Patrimonio de la Humanidad por parte de la Unesco.
De las muchas obras acometidas durante la Olimpiada, que pusieron la ciudad patas arriba e hicieron del ruido de las excavadoras y las hormigoneras la canción de varios veranos y sus correspondientes inviernos, apenas unas pocas sobreviven. Apenas el Anillo y la Villa olímpicos siguen en pie tal como fueron concebidos, aparte de unas Rondas sin las cuales hoy sería imposible circular en coche. Y también pereció el trabajo de arquitectos, interioristas y creadores varios que, convocados por la efervescencia olímpica que quería mostrar al mundo el potencial del diseño catalán, se lanzaron a producir y decorar espacios y objetos de todo tipo, desde bares o restaurantes hasta platos o lámparas, cuando en las discotecas se preguntaba «¿diseñas o trabajas?».
Fue aquel el año en que fuimos hermosos, de una hermosura efímera como lo es la belleza de la juventud. Con aquella lozanía, Barcelona ha ido dejándose en todos estos años un soplo vital que también se corresponde con la edad temprana, y que sólo es posible conservar cuando se observa el futuro como una posibilidad de mejorar. Y esto hace tiempo que ya no está ocurriendo, ni siquiera para los que son jóvenes hoy.
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