Cómo sentirse un forajido
Ramón de España confiesa que se saltó un día el toque de queda y lamenta las restricciones de Barcelona
17 diciembre, 2020 00:00Noticias relacionadas
Lo confieso públicamente: me he saltado el toque de queda. Solo una vez y porque me invitaron a una cena que prometía ser bastante entretenida (como así fue) y porque la anfitriona me aseguró que existía un método seguro para llegar a casa sin que te pararan las fuerzas del orden: bastaba con pedir un taxi por teléfono a la hora que fuese y el vehículo te trasladaba de puerta ajena a puerta propia; muy mala suerte habías de tener (no la tuve) para recorrer los cuatro metros que separan la calzada de tu edificio.
Hasta entonces, había cumplido las reglas sin rechistar y sin que me costara especialmente. Vamos a ver, si esta tabarra del confinamiento me hubiera pillado a los veintitantos, me estaría ciscando en todo en general y en la Generalitat en particular, ya que en Madrid pueden pimplar hasta la medianoche y no veo que estén cayendo como moscas sus habitantes mientras aquí nos salvamos todos. A mi edad madura, tirando a provecta, y convertido en una lechuza abstemia y cada vez menos sociable, quedarme en casa de noche no me supone ningún sacrificio. Pero uno se hizo adulto (o algo parecido) en la Barcelona underground de la transición y, de vez en cuando, apetece canturrear aquello de I fought the law and I won que versionaron los Clash y Loquillo. De ahí que acudiera a la cena de marras y que a medianoche (tampoco hay que exagerar con la transgresión, sobre todo a determinadas edades) me subiera a un coche de la empresa Taxi Ecològic, donde un caballero medio calvo, pero con coleta, me condujo hasta casa sin que nos cruzáramos con una sola patrulla policial: solo nos adelantó en una ocasión una chica en patinete.
No es que Barcelona sea, como Nueva York, la ciudad que nunca duerme, pero tanto vacío en sus calles impresionaba lo suyo. Aunque no tanto como que, en pleno toque de queda, los mismos que encierran a los ciudadanos en sus casas les permitan tomar taxis. Si se supone que a las diez estamos todos recluidos en nuestros domicilios, ¿para qué sirven los taxis? Es más, ¿por qué se permite que circulen si, en teoría, no van a encontrar ni un cliente? Otra cosa más que no entiendo de la pandemia entendida a la barcelonesa manera, como lo de que en Madrid se pueda cenar y beber hasta las doce y aquí no.
Una vez en casa, pensé que, si me diera por volver a las andadas (o sea, salir a pimplar de noche), me bastaría con disponer del teléfono de alguna compañía de taxis que me recogiera en los garitos clandestinos que, sin duda alguna, deben estar haciendo el agosto en mi ciudad. Doy por hecho que existen y que la autoridad hace con ellos la vista gorda, como con los taxis. Supongo que deben ser discretos y requerir, tal vez, una contraseña, como ciertos speakeasies de los años de la Ley Seca en Estados Unidos. Y lo doy por hecho porque si este incordio me llega a pasar cuando bebía como una esponja, sé que no habría parado hasta descubrirlos (si es que no los había montado algún amigo, lo cual sería lo más normal en aquellos tiempos).
En esta época de aburrimiento sideral, me gusta creer que hay una red subterránea y alternativa de bares frecuentada por jóvenes que se juegan la vida con tranquilidad porque saben que a su edad se es inmortal. Y que cuando están a punto de caerse del taburete, les basta con llamar a Taxi Ecológic (o alguna otra empresa igualmente benéfica) para volver a casa sin sufrir molestos encuentros con la policía. Aunque también es verdad que igual pueden volver tranquilamente al hogar haciendo eses sin que nadie les dirija la palabra: como les decía, la noche en que me salté el toque de queda no me crucé con un solo pasma.