Las aventuras de Copito de Nieve
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Como dijo hace años mi viejo amigo Carlos Pazos, artista conceptual y premio nacional de Artes Plásticas, “Barcelona es la única ciudad del mundo que tiene una virgen negra y un gorila blanco”. Para conmemorar este doble logro que no está al alcance de cualquiera, fabricó un collage en el que se veía al simio albino sentado en el regazo de la Moreneta y cosechó las iras de los biempensantes ante lo que él consideraba un peculiar, pero sincero, homenaje a su ciudad de nacimiento. Puede que hoy día la ocurrencia del amigo Carlos hubiese pasado inadvertida, y hasta es posible que le hubiese comprado el original Tatxo Benet, adalid del arte comprometido y anti sistema, lo cual hubiera introducido un toque de distinción y de arte genuino en una colección compuesta mayoritariamente por birrias supuestamente progresistas y que piensa instalar en la antigua sede en el Eixample de la Fundación Mapfre. Pero hoy día, el pobre Copito se enfrenta a otros problemas, pues resulta que, sin comerlo ni beberlo, se ha convertido en un símbolo del colonialismo español en su tierra natal, Guinea Ecuatorial. De ahí la resistencia de nuestro tan progresista ayuntamiento a homenajearle con una estatua en el zoo donde se tiró la mayor parte de su vida. Resistencia que, todo hay que decirlo, ha remitido un poco en los últimos días, cuando Ada y su pandilla han dicho que vale, que, de acuerdo, que algo habrá que hacer para homenajear al gorila de nuestras entretelas, pero que nos vayamos olvidando de la estatua, que cuesta un ojo de la cara, y vayamos pensando en algo más discreto y, sobre todo, más anti colonialista, no vayamos a incurrir en un remake animal de lo del negro de Banyoles. Por lo que respecta a los tributos a personajes pintorescos, de momento habrá que conformarse con la placa que le van a poner en la Barceloneta al inolvidable Bernardo Cortés, alias El Chicarrón (bromazo a costa de su natural esmirriado), que tantas paellas al aire libre nos animó antes de las Olimpiadas con La ovejita lucera y otros hits inmarcesibles.
A mí lo del colonialismo de Copito me parece una chorrada más de los comunes, que no parecen reparar en el carácter forzosamente marginal del pobre simio, el único blanco de su camada y el único que se salvó de los tiros del cazador guineano que se lo acabó vendiendo al primatólogo catalán Jordi Sabater Pi (Barcelona, 1922 – 2009), quien se lo trajo para España en 1969, coincidiendo con la independencia de Guinea Ecuatorial. A mí, Copito siempre me pareció un outsider y una (presunta) víctima del racismo a la inversa. Si en ciertas zonas de África los albinos humanos son tratados a patadas, no quiero ni pensar cómo se trata a los simios albinos, escasísimos y de origen no muy explicado (Copito tuvo 22 hijos, once nietos y tres bisnietos, ¡ninguno de ellos blanco!). Si Copito se salvó de ser eliminado junto a sus hermanitos fue porque el cazador vio una oportunidad de monetizarlo vendiéndoselo al blanco más cercano, que resultó ser ese señor de Barcelona que vivió en Guinea Ecuatorial entre 1940 y 1969).
Copito nació en 1964, llegó a Barcelona en 1966 y falleció de cáncer de piel (agravado por su nada común pigmentación) en 2003. Recuerdo perfectamente su aparición en mi ciudad porque yo contaba la tierna edad de diez años y porque en mi colegio de curas se lo tomaron prácticamente como una señal divina. Podríamos decir que Copito y yo crecimos juntos y que, gracias a él, Barcelona salía constantemente en el No Do y en la primeriza televisión española (solo o en compañía del alcalde Porcioles). La diñó antes de cumplir los cuarenta y, aunque se aburría como una seta, la verdad es que estaba más seguro en el Zoo de Barcelona que triscando por su tierra natal y soportando las miradas racistas de sus congéneres. No es que fuera especialmente simpático (aún recuerdo su costumbre de recibir a los curiosos arrojándoles sus propias heces), pero se le cogía cariño, sobre todo de recién llegado, ya que luego se le fue agriando el carácter un tanto y se echó encima cierta fama de tener malas pulgas. Ahora que los de su generación empezamos a internarnos en la tenebrosa tercera edad, yo diría que es un buen momento para rendirle algún tipo de homenaje y dejarnos de tonterías anti coloniales: lejos del terruño, Copito se pegó la vida padre, se hartó a follar, nunca le faltó el papeo y, si te echaba la mierda encima, te apartabas como si fuera un pariente viejo, cascarrabias y con mal carácter, pero no se lo tenías en cuenta.
No hace falta encargarle la estatua a Jaume Plensa, pero una placa como la del amigo Bernardo se me antoja claramente insuficiente. Puestos a matar dos pájaros de un tiro y a conseguir algo mínimamente original, yo le encargaría a Carlos Pazos una escultura a tamaño natural de Copito en brazos de la virgen de Montserrat. O, mejor aún, dos idénticas a colocar, respectivamente, en el Zoo y en el santuario (a ser posible, cerca de las tumbas del Tercio de Montserrat). De esta manera, no saldríamos en el No Do porque ya no existe, pero las televisiones de medio mundo se interesarían muchísimo por nuestra ciudad, que falta le hace en estos tiempos de decadencia a causa de la pinza funesta entre los lazis y los comunes que no nos deja levantar cabeza.