Los ‘hombres y mujeres tecnológicos’ ya están aquí. Barcelona ha podido organizar una nueva edición del MWC que se acerca a la ‘normalidad’, al año anterior a la pandemia, en 2019. Están representados más de 150 países, con 1.500 expositores y una presencia prevista de unas 40.000 personas. Es algo menos de la mitad que en 2019. Pero el salto es enorme. Queda por saber, y esa fue una discusión importante en los primeros meses de la pandemia, si el tipo de eventos como el MWC mantendrá ese formato. Sin embargo, la presencialidad seguirá siendo importante. Las personas necesitan hablarse codo con codo, tocarse, hablar y gesticular sin pantallas que las separen. Y las personas necesitan viajar, cenar en restaurantes, pasear, comprar, y distraerse. En eso Barcelona ha logrado, por muchas razones, un lugar en el mundo. Un espacio en el ámbito internacional que se mantendrá en el tiempo, a pesar de los errores en la gestión, por parte del Ayuntamiento, o de la falta de interés o de las excentricidades del gobierno de la Generalitat.
Barcelona está en ese olimpo de ciudades por méritos propios y por una ventaja competitiva, que se verá hasta qué punto la puede mantener. Es una ciudad para vivir, pero también para trabajar. Y el sector tecnológico lo sabe muy bien. Reúne esas dos condiciones con un añadido de enorme importancia: todavía es barata en el concierto internacional. Para un barcelonés esa afirmación puede ser atrevida. Y más aún para un ciudadano del conjunto del territorio español. La vivienda es de las más caras en España y los servicios son altos para un salario bajo y mediano en España. Pero esa situación es diametralmente diferente si Barcelona se compara con Londres, París, Amsterdam, Hamburgo, Munich o Milán. Y también lo es respecto a San Francisco, Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Tokio o Sidney. Tiene mar, servicios de calidad, oficinas para ofrecer a cualquier empresa del siglo XXI y es barata, con escuelas de negocio punteras que buscan estudiantes internacionales para que, después, decidan quedarse y atraer, con ellos, nuevas inversiones.
¿Es una apuesta que puede alargarse en el tiempo? Dependerá de la gestión de sus responsables municipales y de la cooperación del gobierno autonómico. Pero dependerá, principalmente, del gobierno español y del sector privado. Conseguir un difícil equilibrio, entre calidad y precios, es un reto mayúsculo. Pero esa es la salida que deberá alcanzar la ciudad.
Los responsables de centros tecnológicos, como Xavier López, del Eurecat, insisten en esa cuestión. En Barcelona hay personas formadas, con ímpetu y deseos de triunfar, y con salarios más baratos que en Londres, París o Milán. Ese es el atractivo que explica que en 2021, por ejemplo, las startups y empresas tecnológicas hayan captado hasta 1.700 millones de inversión. El 60% de los CEO de esas empresas son extranjeros y eso es una buena noticia, pero no se debe perder de vista el hecho diferencial: Barcelona está un escalón por debajo de las ciudades más punteras del mundo. Y ese es su valor.
Una posible apuesta sería que Barcelona fuera, realmente, el gran motor de toda un área metropolitana que llegara mucho más allá del segundo cinturón. Esa es la idea de Foment del Treball, que lo ha teorizado con los trabajos de Rething Barcelona. Si la ciudad atrae talento e inversiones, el habitante local podría aprovecharse de ello, pero pagando un determinado precio, como ocurre en el Gran Londres: vivir en esas segundas y terceras coronas, con viviendas más asequibles y más servicios y mejores de los que se tiene ahora. Y es ahí donde debe intervenir la administración, con políticas sobre vivienda que no las debe decidir la alcaldesa Ada Colau, sino un gobierno metropolitano, con una colaboración directa con la administración autonómica y con la administración central, que debería asumirlo como una política realmente de Estado.
Generar un área competitiva de primer nivel debería interesar al Gobierno central, que, de alguna forma, ya lo ha hecho respecto a Madrid. Claro que eso supondría un cambio de mentalidad muy profundo en las elites políticas catalanas, que siguen pensando en términos de nación catalana. Lo que se plantea es que Barcelona sea el gran motor de toda Cataluña, una mancha urbana, potente, que enlazaría con Tarragona y por el norte casi hasta Girona. Con buenas comunicaciones –que ya existen, pero falta coordinarlas— y con políticas de vivienda inteligentes, el dinamismo económico sería enorme y se beneficiaría el conjunto de sus usuarios: el talento y la comunidad internacional, y los locales que vivirían en el conjunto del territorio catalán.
La nación sería, en realidad, Barcelona.