Supongo que cuando se sugirió la fecha de hoy para celebrar un remedo veraniego del Sant Jordi de cada año, anulado éste por el coronavirus, se confiaba en que la cosa habría remitido y las calles de Barcelona podrían llenarse de gente, aunque fuese con mascarilla, dispuesta a dejarse la pasta en los tenderetes instalados al aire libre.

Lamentablemente, esa festividad de ocasión -de lo perdido saca lo que puedas, aconseja el refrán- llega en pleno rebrote de la pandemia y nadie intuye muy bien para qué va a servir. Como ya sabemos, el principal interés de la celebración de Sant Jordi es recaudatorio: el barcelonés es de natural gregario y hay que decirle hasta cuando tiene que comprar un libro y regalarle una flor a la parienta (parece que no considera sentimientos naturales acceder regularmente a las librerías -los puestos callejeros sirven para los que tienen miedo de esas extrañas tiendas en las que nunca entran- o regalarle rosas a su compañera de manera espontánea).

En ese sentido, lo de hoy no parece que vaya a servir para llenar las arcas de editores y libreros (éstos son, por cierto, los primeros que no esperan gran cosa de la jornada, pues el rebrote ha terminado con la parte supuestamente lúdica del asunto, no habrá tenderetes en la calle y quien quiera comprarse un libro tendrá que entrar en una librería se ponga como se ponga).

De hecho, podría haberse anulado todo el paripé: el entusiasmo de los libreros es nulo, si hemos de hacer caso a las declaraciones efectuadas a la prensa por los responsables de algunas de nuestras librerías más interesantes, el agradecido mogollón humano del día de Sant Jordi es imposible y, además, muchos barceloneses se han dado a la fuga -en dirección a su segunda residencia, de vacaciones en general, a refugiarse en algún pueblo donde se pueda pasear sin mascarilla- antes de que nos vuelvan a confinar a todos, una posibilidad a no descartar del todo, aunque parezca poco probable a tenor de lo que dicen los empresarios grandes y pequeños, de cuyas opiniones se deduce que podemos elegir entre morirnos del coronavirus o de hambre, ya que un nuevo encierro y una nueva interrupción laboral empeoraría la crisis que no es que se nos venga encima, sino que ya la tenemos aquí.

El ambiente no está para fiestas, más allá de las que celebran esos jóvenes con comprensibles ganas de esparcimiento y que están rebajando notablemente la edad de los afectados por el virus, que primero se cargó a los viejos en las residencias y ahora, para compensar, pretende cepillarse en las discotecas a los que acaban de dejar atrás la adolescencia. El ambiente está -en el caso de los lectores habituales- para acudir a una librería, nutrirse de material y volver al refugio, ya sea en Barcelona, en el campo o en la playa. Los demás pueden esperar tranquilamente hasta el año que viene y llegar beatíficamente al final de este funesto 2020 sin haber leído nada de nada (y habiéndose ahorrado también la rosa, que alcanza precios de escándalo en Sant Jordi).

Solo queda confiar que los libreros levanten unos euros a lo largo del día de hoy, 23 de julio. Se lo deseo de todo corazón. Pero que conste que lo de hoy no es el día del libro ni nada que se le parezca.