Los tiempos cambian, porque todo lo que acaba en exceso es un síntoma de que las cosas no se han hecho bien. En Barcelona, como en todo el territorio catalán, imperan las buenas intenciones, la idea de que todo se puede equilibrar, de que nadie saldrá perjudicado. Pero la realidad siempre acaba siendo muy diferente. Los clubs de cannabis prometían un ‘buen rollo’, una especie de edén particular, para ciudadanos comprometidos, que se hacían socios y consumían dentro de los clubs, con prudencia, y siempre para relajarse y gozar de las propiedades de la marihuana. Corría el año 1991 cuando se fundó en la capital catalana la primera asociación cannábica de España. Pero, ¿qué ha pasado? La ciudad es un paraíso para los turistas. Lo tienen todo, el buen clima, una excelente restauración, algunos museos interesantes y… el acceso a la marihuana, de forma fácil, con los llamados “captadores” que proliferan por las Ramblas, acercándose a los potencialmente consumidores.

Ocurre en otras ciudades globales. En Nueva York, en Manhattan, los visitantes aseguran que “huele a marihuana”. Se identifican muchos olores, también los más fuertes procedentes de los omnipresentes camiones de comida, situados en todas las esquinas y que ofrecen sabrosos 'falafels', entre otras ‘delicadezas’. Pero hay ‘porros’ por doquier, y se fuman a todas horas.

En Barcelona sucede lo mismo, con la particularidad de que los clubs cannábicos se han convertido en un peligro. Nueva York tiene sus problemas, de enorme envergadura, claro. Pero en Barcelona la Guardia Urbana ha decidido ir a por esos clubs, porque entiende que son el foco de un tráfico delictivo, con organizaciones “todavía precarias”, que venden y negocian, y que son la causa de conflictos relacionados con la seguridad ciudadana en determinados barrios y distritos.

El teniente de alcalde de Seguridad, Albert Batlle, ha señalado que si dependiera de él los cerraría “todos”. Hay un hartazgo en el consistorio, porque los propios agentes de la Guardia Urbana han comprobado que es uno de los grandes problemas de la ciudad, y que, de forma incomprensible, la propia ciudadanía no lo ha considerado como algo relevante en los últimos decenios. La droga no sólo es muy negativa para los propios consumidores, sino que provoca relaciones perversas. Han proliferado los narco pisos, en los que los traficantes venden la droga y donde se drogan las víctimas que acaban integrando un círculo degradante y autodestructivo. Los vecinos se ven afectados y todo el comercio que un determinado barrio.

Cuando se abordan los problemas de seguridad de Ciutat Vella, por ejemplo, los responsables del Ayuntamiento, los que están en el día a día, pronuncian una palabra: droga. La percepción es que Barcelona no ha alcanzado los niveles alarmantes de los años ochenta, pero la presencia de droga, el consumo y el tráfico es cada vez mayor. Hasta el punto de que la Guardia Urbana, a través de su máxima autoridad, el intendente Pedro Velázquez, ha señalado que “se ha banalizado la marihuana”, pensando que un porro no era nada, y que las sociedades cannábicas eran clubes progresistas impecables.

En los últimos años, el consistorio ha afrontado ese problema de forma desigual. Dependía, incluso, de los responsables de cada distrito de la ciudad. Es decir, en función del color político se podía mirar para otro lado. Los comunes siempre vieron con buenos ojos esas sociedades cannábicas, mientras que los socialistas sospechaban de sus supuestas bondades. Y es que, pese a las buenas intenciones de esos clubes, que disponen de reglamentos impolutos sobre cómo se puede consumir y dónde, también surgieron desaprensivos que, bajo las mismas etiquetas sobre el consumo responsable, se dedicaron a vender marihuana para ganar el máximo dinero posible, buscando a un determinado turista que aplaude la ‘tolerancia’ de la capital catalana.

Los diferentes gobiernos locales han intentado regular la cuestión del consumo de la marihuana en los últimos años. Lo intentó Xavier Trias en 2015. Con Ada Colau se quiso poner sólo algunas tiritas, como marcar una distancia máxima entre esas asociaciones y determinados equipamientos, como guarderías o colegios. La política catalana en su conjunto se puso las pilas y se aprobó en el Parlament en 2017 una ley que buscaba dar cobertura a los clubes cannábicos. Pero el Tribunal Constitucional se cargó la ley catalana y en 2021 el TSJC anuló la ordenanza de Colau. Es por ello que la Guardia Urbana se considera ahora fuerte para poner una quinta marcha, alentada por los nuevos criterios políticos. Las palabras de Pedro Velázquez, en una entrevista publicada en Metrópoli, son ilustrativas. “El policía en caso de duda no actúa”, pero cuando los responsables políticos lo tienen claro, el cuerpo policial también sabe lo que tiene que hacer.