El fenómeno ha cobrado fuerza en los últimos años. Guarda relación con la legislación de los políticos, que se sienten presionados por la sociedad y, en muchas ocasiones, se exceden para cubrirse las espaldas. Los casos de corrupción han hecho mella, y la idea que ha prevalecido es la de situar cortapisas, la de reclamar informes de todo tipo ante de firmar cualquier decisión. ¿Era necesario? ¿Ha resultado, en realidad, contraproducente?
Lo que se ha generado es un miedo enorme por parte de los funcionarios. Los alcaldes lo admiten. De hecho, ahora lo denuncian. Lo dejó claro este pasado jueves la alcaldesa de La Garriga, Meritxell Budó, en un debate en el Círculo de Economía, junto al alcalde de Cornellà, Antonio Balmón, y al de Martorell, Xavier Fonollosa.
“Claro que queremos tomar una decisión de forma breve, claro que queremos permitir una licencia o un permiso en pocas semanas o en dos meses, cuando nos vienen a ver las empresas con determinados proyectos, pero no podemos”, aseguró.
¿Por qué? Porque se piden informes sectoriales que necesitan su tiempo. Los funcionarios municipales no quien asumir riesgos. “Y el riesgo cero no existe”, a juicio de Budó. La legislación, con garantías de todo tipo, con precauciones constantes, ralentiza todo el proceso.
Y los ciudadanos lo que ven es una administración local lenta, que parece que quiere hacer las cosas, pero que se ve incapaz. Y lo curioso es que de todas las administraciones es la más accesible y ágil.
Es decir, las buenas intenciones acaban en parálisis. “Hay temor, porque hay aversión al riesgo, nadie se quiere arriesgar”, decía Balmón. Él firma, --aseguró—lo que cree oportuno y luego ya verá qué consecuencias tiene. ¿Es un temerario?
La cuestión es que los alcaldes –que, por otra parte, son los únicos en los últimos años que han tomado decisiones en ámbitos como la vivienda—se ven limitados por las propias leyes que los debían proteger. Quien paga es el ciudadano, que no entiende ese corsé tan estrecho.
No es una cuestión menor. No se trata de desregularizar. No se trata de que se ponga en marcha una especie de barra libre, sino de buscar el necesario equilibrio. Lo que prima es la desconfianza. Se entiende que las empresas tratarán de burlar las leyes, de obtener los máximos beneficios. El hecho es que eso ha ocurrido, pero pagan justos por pecadores.
Las administraciones no pueden actuar desde la desconfianza. Sí pueden –deberían—ser más permisivas, permitir de entrada que se pongan en marcha muchos de los proyectos que se presentan, y pasar cuentas después, para ver si, realmente, se ajustan a las exigencias legales vigentes.
Es el modelo anglosajón. Algo habrá que copiar de ese sistema, lo que se entienda que es más práctico y que no pone en vilo los valores compartidos.
Lo curioso es que alcaldes de distinto signo, de localidades con características muy distintas, tengan claro que el problema es ese. Hoy, en un municipio como Barcelona, Cornellà, Martorell o La Garriga, los funcionarios tienen miedo a autorizar cualquier proyecto que les llega. Y los informes se amontonan en las mesas de los ayuntamientos. ¿Qué deben hacer los alcaldes?