La gran recesión de 2008 impuso la receta de la austeridad para cortar la gangrena de una crisis inmobiliaria que transmutó en financiera y acabó siendo fiscal. El consenso posterior reconocía el grave error de medidas que profundizaron la miseria de millones de europeos que no tenían más culpa que haber vivido por encima de sus posibilidades gracias al dinero barato que les había facilitado la banca.

Por eso, la prescripción contra los efectos económicos de la Covid-19 fue justamente la contraria, dinero y ayudas a raudales; combustible para que la máquina no parase. El efecto colateral no deseado e inevitable fue el crecimiento de la deuda pública más allá de lo que dictaban los acuerdos de estabilidad de Maastricht de 1997.

La invasión rusa de Ucrania interrumpió el proceso de recuperación tras la pandemia por sus efectos sobre los precios, y además dio alas a quienes predican rebajas de impuestos, no porque quieran reducir el déficit y la deuda, que también, sino sobre todo porque quieren minimizar el gasto público en políticas sociales.

Desde ese punto de vista, compartido por una buena parte de la derecha desinhibida local, España también ha estirado más el brazo que la manga en la construcción de su joven Estado del bienestar. La pandemia puso de manifiesto que las residencias para mayores y personas dependientes, parte fundamental de ese Estado del bienestar, no están a la altura. Me temo que si una comisión parlamentaria estudiase a fondo y en serio lo que ocurrió, nos avergonzaríamos.

La asistencia sociosanitaria está mayoritariamente en manos privadas, aunque vive del erario. Sus plantillas, que cobran en torno a un 40% menos que las del minoritario sector público, trabajan en condiciones de suma precariedad.

Vemos ahora que, con cierta timidez, la Generalitat trata de poner orden. Sin la concurrencia de los centros privados, el sistema se vendría abajo, pero también es cierto que la cuenta de resultados de la mayoría de estas empresas pesa como una losa sobre la calidad del servicio que prestan.

(A principios de mes trascendió el caso del empleado de una residencia de ancianos de Barcelona que, bajo los efectos del alcohol, había agredido a varios internos la noche de Fin de Año. No les quepa la menor duda de la conexión entre el incidente y la cuenta de resultados de la empresa que gestiona ese centro: si el hombre no hubiera estado solo, difícilmente habría maltratado a nadie, aunque bebiese.)

Por fin, la Administración catalana da un paso que debería incluir, además de un buen control, una financiación suficiente. Porque el objetivo es resistir, no sucumbir a la tentación de mirar a otro lado, de ignorar un mundo tan dolorosamente próximo.

Y mucho menos competir en bajadas de impuestos que suponen prestar unos servicios deficientes para que solo el que pueda pagarlo de su bolsillo consiga que sus mayores y sus hijos estén bien atendidos. Eso sería no vivir por encima de nuestras posibilidades, efectivamente, sino incumplir la primera de nuestras obligaciones como ciudadanos.