El pasado domingo me subí a un Ouigo con destino Madrid sin estar del todo seguro de que llegaría sin problemas a mi destino. Pocos días antes, otro tren de esa compañía francesa se quedó clavado en mitad de ninguna parte y los viajeros se vieron obligados a caminar por las vías en busca de un andén en el que morirse de asco hasta que apareciera otro convoy.

Si el desastre de Cercanías se extendía a la alta distancia, pensé, ya nadie estaba a salvo. Afortunadamente, mi tren llegó sin problemas a la estación de Atocha, pero el mal cuerpo durante el trayecto no me lo quitó nadie.

Hace tiempo que coger un tren para ir a un pueblo del Maresme o de Tarragona es una pesadilla. El gobierno autónomo insiste en que se le ceda la gestión del servicio, pero tengo la impresión de que eso no nos garantiza ninguna mejora, por mucho que los indepes insistan en que, bajo la organización catalana, todo iría de perlas.

Es como si una maldición hubiese caído sobre Rodalies. Ante cada nuevo desastre, vemos por la tele al mandamás de ADIF diciendo que qué vergüenza, que esto no puede seguir así y que se van a tomar todas las medidas necesarias para solucionar el desbarajuste. Pero el desbarajuste no se arregla nunca, por mucho que el presidente de la Generalitat ponga cara de indignación.

De hecho, los problemas con Cercanías vienen de muy atrás. No son un problema de ahora, aunque ahora sea cuando la situación lamentable ha crecido de manera exponencial. Ya sé que no es un consuelo, pero les puedo asegurar, si la memoria no me gasta una mala jugada, que Cercanías ya funcionaba fatal cuando yo era pequeño y veraneaba en Canet de Mar.

Cada dos por tres se producía una incidencia, e igual que ahora, estaba siempre relacionada con la catenaria, que nunca supe lo que era. Lo cierto es que he llegado a mi edad provecta sin saber lo que es una catenaria. Motivo por el que he recurrido recientemente al diccionario, donde me he encontrado con la siguiente definición: “En ferrocarriles, se denomina catenaria a los cables aéreos de alimentación que transmiten energía a las locomotoras u otro material motor”.

Antes de saber lo que era una catenaria, para el niño que yo era constituía una especie de ente maligno que se encargaba de que mi pobre padre llegara tarde a comer. En verano, el hombre nos aparcaba en Canet y trabajaba por las mañanas en Barcelona, donde cogía un tren a una hora muy adecuada para llegar al Maresme a tiempo para el almuerzo familiar.

A no ser que se metiera la catenaria por en medio, en cuyo caso llegaba a las cuatro ciscándose en todo. Como en aquellos tiempos del cuplé no había teléfonos móviles, no había manera de avisar del incidente, por lo que mi madre nunca sabía si se enfrentaba a una nueva jugarreta de la catenaria (que suena a alias de una mala mujer) o si el tren que transportaba a mi señor padre había descarrilado.

El motivo de este exordio es demostrarles que el servicio de cercanías no ha funcionado bien nunca, lo cual no es un consuelo, pero sí una manera de mirar las cosas con un poco más de perspectiva. Es decir, Rodalies ha estado gafado desde tiempo inmemorial. Lo de ahora, ciertamente, ya es de traca, pero convendría pensar un poco en por qué ha habido siempre problemas para desplazarse entre Barcelona y los pueblos más cercanos.

Según los indepes, todo se debe a una falta de inversión permanente a cargo del estado, pero me parece una explicación muy cicatera. No es que uno crea en brujas y maleficios, pero tengo la impresión de que el eterno caos de Rodalies es fruto de algún maleficio o de una maldición gitana. Pensemos que en los años 60 la cosa ya iba fatal. Y no ha hecho más que empeorar.

Juraría que esto no lo arreglamos ni con un exorcista.