Hace unas semanas, en la presentación de su plan legislativo para remediar el problema del acceso a la vivienda, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, advertía que España no puede acabar dividida en dos clases: propietarios y arrendatarios.
Estas semanas, y especialmente el fin de semana, siguiendo las vicisitudes del servicio de Rodalies de Renfe y la anunciada huelga de sus trabajadores, también los de Adif, me barruntaba que la auténtica fractura social, si alguien no lo remedia, ser producirá entre trabajadores públicos y privados.
En los últimos tres meses, los usuarios de Rodalies han sufrido dos grandes colapsos, uno provocado por un tren averiado en la estación de Plaza Catalunya que afectó las líneas R1, R3 y R4 y otro por la infraestructura dañada entre las estaciones del Garraf y Sitges, que afectó a cinco líneas. Aunque ha habido muchas más situaciones extremas, como el tren averiado la semana pasada en L’Hospitalet, que obligó a los viajeros a forzar las puertas y saltar a las vías tras una hora encerrados en los vagones sin ventilación ni visos de una solución.
Incidencias técnicas a las que se han sumado los problemas derivados de la falta de personal, o de mala organización del personal. En otras palabras, a los maquinistas que no llegaban a tiempo, multiplicando los retrasos con las consecuencias que los usuarios conocen perfectamente. Unos “problemas de organización” en los que no pocos han visto una huelga encubierta contra el traspaso de Rodalies a la Generalitat.
Pero el malestar permanente de los usuarios -con razón- no ha sido óbice para que los sindicatos de Renfe y Adif llevaran hasta el último minuto la amenaza de una huelga en todo el servicio contra el acuerdo de traspaso de Rodalies. Tampoco para que los retrasos e incidencias volvieran a generalizarse este lunes, porque Renfe no tuvo tiempo suficiente para reorganizar el servicio. El acuerdo llegó 12 horas antes, pero no fue suficiente para que los trabajadores se dieran por advertidos, unos decidieron que regían los horarios de servicios mínimos; otros, los habituales; y los pasajeros, tirados en los andenes.
¿Podemos hablar ya de absoluta falta de respeto a los usuarios? Creo que podemos. En el caso de Adif, sin duda. Se trata de una empresa que se ufana de no tener clientes, puesto que no vende billetes de tren, lo que se traduce en nula información ni asunción pública de responsabilidades cuando falla su infraestructura.
En el caso de Renfe, vistos los resultados también, aunque envíen al señor del megáfono a intentar dar información a la estación de Sants en el momento cumbre del último día caos ferroviario.
En 2024, Rodalies de Catalunya transportó aproximadamente 127,4 millones de pasajeros. Una cifra que ya suponía un descenso del 2% respecto al año anterior, pese a los abonos del Gobierno y el hecho de haber dejado atrás los temores derivados del Covid.
La única explicación para ese descenso está en la poca fiabilidad de un servicio del que dependen millones de personas: trabajadores que llegan tarde y tienen que recuperar horas, pacientes que pierden una visita con el especialista o estudiantes que suspenderán un examen por incomparecencia. Barcelona no puede ser la gran ciudad que quiere ser con un servicio de transporte ferroviario en estas condiciones.
Los trabajadores de Renfe y Adif tienen todo el derecho a defender sus condiciones sociolaborales. Pero como trabajadores de empresas públicas deberían ser especialmente respetuosos, más que cualquier otro, con quienes dependen de ese servicio.
Porque, al fin y al cabo, se trata de trabajadores bien pagados, con trabajo garantizado y unas condiciones imposibles en la empresa privada. Entre ellas, esa codiciada movilidad que debe permitir regresar a sus regiones de origen a ese 80% de los maquinistas procedente de fuera de Cataluña.
Desgraciadamente, cada vez más los usuarios de determinados servicios públicos se convierten en rehenes de las batallas políticas y laborales entre instituciones, empresas públicas y trabajadores.
En este caso, los pasajeros se han convertido en los primeros damnificados del acuerdo entre ERC y PSOE para un traspaso que ha servido para investir presidentes a Salvador Illa y Pedro Sánchez. También del plan de privatización de Renfe Mercancías.
Lo hemos visto en otros colectivos, igualmente celosos de sus condiciones laborales y olvidadizos de las consecuencias de sus paros. No es así en todos los casos, ni mucho menos. Hay trabajadores y colectivos de funcionarios extremadamente responsables, y otros que se saben fuertes porque el coste de sus huelgas queda en el debe de alcaldes o consejeros autonómicos que no pueden permitirse el pulso. Estoy convencida de que al lector también se le están apareciendo en este momento ejemplos claros de unos y otros.
Por eso, cuando estos días veo a los portavoces sindicales de Renfe y Adif empatizo con su preocupación por la posibilidad de volver algún día a trabajar cerca Valladolid, Sevilla o Huesca, pero me entran ganas, sobre todo, de preguntarles: Señores de Renfe ¿qué hay de lo mío?