Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, anda estos días muy atareado intentando que se aplique la censura al cartel de las fiestas de la Mercè. Le parece irreverente.
Como si reverenciar a una estatua fuese obligatorio. Es posible que lo fuera antes, pero ya no. Ahora se puede ser descreído sin que te quemen. Al menos, de momento.
Tan ocupado en cosas tan importantes como la libertad de expresión y creencias, Omella no ha tenido tiempo para enterarse de que algunos de sus fieles se dedican a perseguir a los que sufren. Con saña.
En un hospital de la diócesis está Noelia, una muchacha tetrapléjica que había solicitado la eutanasia para evitar sus sufrimientos constantes, sin visos de curación ni mejora.
Para que se aplique esta solución hacen falta informes previos de médicos y psicólogos. El equipo designado por la Generalitat (hasta 19 facultativos de diversas especialidades) manifestó su conformidad con la decisión, que quedó paralizada hace justo un año por una demanda judicial del padre (quien la había abandonado de pequeña) apoyado por un colectivo de abogados cristianos.
El asunto sigue en los tribunales porque los jueces no tienen prisa. Después de todo, ellos no sufren y cobran cada mes. Puntualmente.
La decisión del padre es relativamente comprensible porque ver morir a una hija resulta siempre duro. La del colectivo no se sabe a qué viene, aunque sí a dónde va: a restringir los derechos y las libertades de quienes no piensan como ellos.
La suerte que tienen los grupos ultras es que siempre encuentran comprensión en un amplio sector de la judicatura.
En estos momentos, la autorización para la eutanasia, aceptada incluso por una juez, está pendiente de un recurso ante el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, que no tiene prisa alguna.
Y si fallara a favor, esta tropa ya ha anunciado que recurrirá al Supremo, cuya rapidez es proverbial, y si es necesario, a los tribunales europeos. Hay que conseguir que la solicitante sufra en vida, no vaya a ser que no haya infierno.
Mientras, de vez en cuando, fanáticos católicos se cuelan en la habitación de la muchacha para reprocharle su actitud. Hace unos días fueron dos mujeres, una de ellas monja, las que practicaron así la virtud cristiana de la caridad.
El arzobispo, absorto en el cartel de las fiestas, no ha tenido tiempo para llamarles la atención, aunque sólo fuera porque pasan por alto que una de las bienaventuranzas (Evangelio de Mateo, 5,4) aconseja consolar a los que sufren.
Y la mujer sufre: lleva un año esperando que se respete su voluntad para terminar con dolores y padecimientos. Un año. Se dice pronto, pero se sufre muy lentamente.
Quizás a los jueces no les afecte. Después de todo, la imagen de la justicia lleva los ojos tapados y probablemente hace oídos sordos al desgarro de los ciudadanos. Pero a la iglesia se le supone otra sensibilidad.
En la Iglesia hay almas misericordiosas que se ocupan de los pobres y de los que padecen injusticias. Pero hay también intolerantes (como la monja alférez que perpetró la visita a la joven) que parecen partidarios de recuperar la Inquisición.
Hoy no queman a nadie porque no pueden. Pero a poco que cambien las cosas, recuperarán el derecho a imponer su verdad a sangre y fuego. ¡Palabra de Dios!
Lo irónico de la situación es que, si tuvieran el poder suficiente, es posible que Noelia ya no estuviera sufriendo: la habrían condenado ellos mismos a la hoguera.
En toda comunidad (incluso en la iglesia católica) hay siempre algún fanático de comportamiento agresivo. Pero lo habitual es reprenderle y, si la cosa va a más, desautorizarle y dejar claro que no actúa en nombre del colectivo.
No consta que el obispado de Barcelona haya llamado al orden ni a los abogados que dicen actuar en nombre de Cristo ni a la monja inmisericorde.
También resulta grotesco que los jueces necesiten tanto tiempo para contraponer la opinión de 19 médicos y psicólogos a la de un jurista, cuya formación médica es, en el mejor de los casos, irrelevante.
En fin, por si su Dios existe, conviene repetir una jaculatoria: de abogados cristianos y similares, líbranos, señor.