Era todavía un joven universitario, fascinado con la modernidad y el modernismo, cuando Miguel de Unamuno visitó por primera vez Barcelona en 1889. Iba de viaje a Francia e Italia, y apenas pasó tres días en la capital catalana, y, como reconoció diez años más tarde, “entonces a nadie conocí”. Fue a mediados de la década de los noventa cuando inició una interesante correspondencia con lo más destacado de la intelectualidad catalana: Ramón D. Perés, Jaume Brossa, Pere Coromines, Josep Soler i Miquel y Joan Pérez Jorba, quien lo proclamó como el más grande y reflexivo pensador de la España del momento. Sus lazos se fueron estrechando con la capital catalana, y en 1896 comenzó a colaborar con la revista Ciencia Social. Unamuno era el pensador de referencia para lo más ilustre de Barcelona, un reconocimiento que para el filósofo vasco fue clave para adentrarse en la cultura catalana de fin de siglo.
Su curiosidad iba a ir más lejos, y en una carta a su amigo Oller el 17 de enero de 1898 le comentó: “Quiero ver el alma catalana debajo de su literatura, rompiendo la costra de elementos pegadizos, penetrando a través de la influencia castellana en unos, de la última pose francesa en otros, y en claro en los que diáfanamente la refleja (…) También quisiera, antes de dar la última mano al trabajo, visitar su país, que sólo de paso vi cuando iba a Italia”. Pero no todo iba a ser admiración. En agosto de 1900 le comentará a su amigo Valentí Camp que “Prat de la Riba no es más que un genuino reaccionario, aunque crea otra cosa. Todo ello es en el fondo un movimiento burgués de estrechas miras”. Unos meses antes, en septiembre de 1899, Jaume Brossa ya le había recomendado que viajase a Barcelona para comprender mejor el catalanismo y, sobre todo, para conocer de primera mano “el espectáculo de la vitalidad que tal movimiento posee”.
En el fondo, como afirma Adolfo Sotelo, Unamuno había empezado a detectar el fracaso del liberalismo constitucional, la ofensiva militar del patriotismo español y el problema que podían causar a esta crisis política los nacionalismos vasco y catalán, movimientos que calificó de egoístas y anticastellanos, de conservadores y eclesiásticos. Reconocía la fuerza y la importancia de estas corrientes regionales, siempre y cuando fuesen generosas con el resto de pueblos de España: “El deber patriótico de los catalanes, como españoles, consiste en catalanizar a España”.
"OS AHOGA LA ESTÉTICA"
Visitó de nuevo la ciudad en otoño de 1906, invitado por el Ateneo Enciclopédico Popular. El 15 de octubre impartió una conferencia en el Teatro Novedades en la que intentó explicar la crisis y la deriva del patriotismo español. Él entendía la patria como una congregación de todos los españoles y no como el monopolio particularista de “una clase o un cuerpo”. Su propuesta era integrar en el ideal de España a todas las tradiciones, con especial atención a la catalana y la vasca, a las que había que respetar su personalidad. Pero siempre que la patria no podía ser un fin, sino “un medio para la cultura”. Tales reflexiones contaron con el apoyo de destacados parlamentarios e intelectuales catalanes (Rahola, Rusiñol, Pijoan. D’Ors, etc.).
Durante esa visita de tres semanas conoció personalmente a amigos epistolares como su querido Joan Maragall o Pere Coromines, entre otros. Curioso como nadie, asistió al Aplec de la protesta, que calificó de pura exhibición de pañuelos, y al que le dedicó un irónico poema en 1907: “¡Seréis siempre unos niños, levantinos! / ¡Os ahoga la estética!”. Impartió una conferencia en la inauguración del I Congrès Internacional de la Llengua Catalana con un título provocador: “Solidaridad Española”. Era el mejor modo de posicionarse en contra del catalanismo de la emergente Solidaritat Catalana de la Lliga, los carlistas, republicanos federales y nacionalistas. Las sensaciones que tuvo durante este viaje fueron contradictorias y lo confesó públicamente en una charla que dio en la Cámara de Viajantes y Representantes de la ciudad: “Aquí los árboles me impiden ver el bosque. Creo que el mejor medio que hay para conocer a un país es no haber estado nunca en él”.
Ante el despliegue del cada vez más poderoso catalanismo, el desencanto de Unamuno fue enorme y así se lo hizo saber por carta a su amigo Luis de Zulueta, pocos días después de su regreso: “Mi viaje a Barcelona ha contribuido a entristecerme. Me ha arrebatado la última ilusión. Hoy creo en Barcelona menos que en Madrid, y cada día que pasa, menos. Aquello no es serio”.
"NO HAY ODIO A BARCELONA"
Pero la lamentable impresión que le causaron muchos catalanistas no le cegó cuando paseaba por la ciudad, a la que elogió por su “ensanche espléndido, con calles y avenidas realmente suntuosas y realzadas por fachadas magníficas, de un lujo deslumbrador”. Sus elogios tornan en irónicos comentarios cuando afirma: “Fachadas no faltan en Barcelona, y hasta podría decirse que es la ciudad de las fachadas. La fachada lo domina todo, y casi todo es allí fachadoso”. Y continúa con su crítica a la doble realidad, la de la imagen en primera línea que tanto deslumbra a los visitantes y la subterránea, la del “tifus que hace estragos por falta de un buen sistema de desagüe. Y ello se comprende: las fachadas se ven, desde luego; el alcantarillado no”.
Le atribuía a la ciudad una “especial megalomanía colectiva o social de que está enferma” que le impide ver cuánto hay de realidad y cuánto de humo: “Trabajan allí mucho, es verdad, pero vocean más que trabajan; valen, sí, pero sería un negocio redondo comprarles por lo que valen y venderles por lo que creen valer”. Según Unamuno, la megalomanía barcelonesa tenía como consecuencia “un delirio de persecuciones también colectivo y social”: “Y así hablan de odio a Cataluña, y se empeñan en ver en buena parte de los restantes españoles una ojeriza hacia ellos (…) Y tal odio no existe. No existe el odio a Cataluña, ni a Barcelona, ni existe la envidia tampoco”. Para el pensador vasco, lo que admiraban el resto de españoles era la laboriosidad catalana, tantos habían sido esos halagos que los barceloneses se habían vuelto vanidosos, con “esa petulancia jactancia y jactanciosa petulancia que se masca en el aire de Barcelona”. Pero, aún y así, valoraba mucho que la “ciudadana y mediterránea” Barcelona era lo “opuesto al espíritu rural que hay en Cataluña, quienes lo simbolizan en Vic, la vieja ciudad rural y episcopal, de alma carlista”. Y entre todos los edificios barceloneses, Unamuno siempre alabó la catedral, donde experimentó y revivió congojas de la nada y le inspiró un conocido poema, dedicado a Maragall, que rebosa mística y serenidad: “Aquí bajo el silencio en que reposo, / se funden los clamores de las ramblas”.
Su fascinación por la literatura catalana continuó muy viva después de este segundo viaje, y siempre que tenía ocasión elogió la calidad de sus poetas. Fue muy celebrada la conferencia que pronunció en Valladolid el 8 de mayo de 1915, con el título Lo que puede aprender Castilla de los poetas catalanes, en la que expuso sus impresiones sobre la obra poética de Joan Maragall.
HABLAR CATALÁN
En junio de 1916 volvió a Barcelona y visitó con mucho interés el Institut d’Estudis Catalans. Pero, después de elogiar su excelente biblioteca, no pudo evitar un acerado y certero comentario: “Hay en la obra cultural de la Mancomunidad Catalana un cierto dejo de señoritismo o aristocratismo pedantesco y en el fondo a artificio y a insinceridad”. En este viaje visitó el monasterio de Poblet y el manicomio de Les Corts. En este centro le acompañó el doctor Coloreu, y en una sala uno de los internados quiso conocerlo: “¿El señor don Miguel de Unamuno? -El mismo”, respondió. “Pero ¿el auténtico?, ¿eh?, ¿el de verdad, y no el que viene retratado en los papeles? - El auténtico”, contestó Unamuno. “Gracias”, añadió el interno y se marchó. Este encuentro barcelonés lo recordó años más tarde cuando reflexionó sobre su autenticidad personal: “¿Estaba loco el recluido del manicomio? ¿No encerraba su pregunta un sentido profundo? (…) ¿No será el auténtico el otro, el que viene de vez en cuando retratado en los papeles? Eso del retrato es una traducción; pero ¿es que yo no me traduzco a mí mismo?”.
Fue en un artículo, escrito a raíz de este viaje en 1916, cuando Unamuno dio su opinión sobre la polémica lingüística del uso del catalán. Negaba que los catalanes se complacieran de “hablar en su lengua cuando hay delante castellanos que no la entienden, por molestar a éstos”. Y sí señalaba la insoportable presunción de los castellanos de que siempre hablasen delante de ellos en su lengua. Sin embargo, reconocía haber protestado cuando el alcalde de Barcelona se dirigió en catalán en cierta ocasión al Rey “saludándole en nombre de los naturales de la ciudad”. Su argumento era que distinguir “entre vecinos naturales y vecinos no naturales, siendo unos y otros ciudadanos españoles, es un principio de incivilidad”. Ya en 1896 había publicado un artículo en el que defendía el uso de la lengua catalana, al tiempo que creía que lo mejor para los españoles, es que todos hablasen un idioma común, el español, plagado de catalanismos.
Sus viajes a Barcelona le permitieron tener una idea más completa sobre algunas de las reivindicaciones catalanistas, tan similares a las bizcaitarras. Años más tarde, cuando era diputado en las Cortes de la Segunda República, volvió a opinar sobre ellas en el debate sobre el Estatut, aunque quizás con más vehemencia y contundencia que nunca: “el hablar de nacionalidades oprimidas es una mentecatada, no ha habido nunca semejante opresión y lo demás es envenenar la Historia y falsearla”, sentenció el 2 de agosto de 1932. El viejo Unamuno parecía estar harto del nacionalismo, que él mismo definió como “la chifladura de exaltados echados a perder por indigestiones de la mala historia”.
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