El calidoscopio barcelonés de Camilo J. Cela
Cela se sumerge en la ciudad con comentarios irónicos y con la certidumbre de que en Barcelona siempre quedan rescoldos de un fuego anterior
11 septiembre, 2022 00:00Noticias relacionadas
La literatura de viajes de Cela tiene un carácter híbrido. Los críticos han señalado que el escritor abusaba de su poder creador, insertando “microrrelatos” o “microensayos” sobre asuntos tan dispares como la etimología, la toponimia, la geografía, la arquitectura, la tauromaquia, la literatura… y, por supuesto, la historia. Quizás fuera en esas digresiones donde radicó la excepcionalidad y el éxito de sus relatos como viajero.
Comenzó publicando en 1948 su aclamado Viaje a la Alcarria, y año tras año salieron diversas “notas de vagabundaje”: Del Miño al Bidasoa (1952), Castilla (1955), Judíos, moros y cristianos (1956), Primer viaje andaluz (1959) o Páginas de geografía errabunda (1965), entre otras. Años más tarde difundió su Viaje al Pirineo de Lérida (1965) y compuso dos singulares guías dedicadas a Madrid (1966) y a Barcelona (1970), ambas con un simpático y significativo subtítulo: Calidoscopio callejero, marítimo y campestre de Camilo José Cela para el Reino y Ultramar.
El volumen dedicado a Barcelona, ilustrado por Frederic Lloveras, fue un paseo, objetivo en apariencia y ficticio en el fondo, en el que Cela relató multitud de impresiones, lecturas y anécdotas que había ido acumulando durante sus numerosos viajes a la capital catalana. Su primera estancia comenzó cuando apenas tenía seis años y continúo con su “redescubrimiento de Barcelona” en septiembre de 1945 que acabó en una fiesta en Sitges, previo paso por el Siete Puertas: “Recité versos, canté, bebí y no dormí, como los poetas de la Antigüedad”. Sus viajes a su admirada Barcelona fueron en años sucesivos un ir y venir; con la excusa de conferencias, presentaciones y negocios con sus editores, fueron frecuentes y celebradas sus comilonas y juergas con sus amigos en “la próvida y rica mesa de Barcelona, pan por persona”.
BAILE RITUAL
La guía barcelonesa aspiraba a ser “un florilegio honesto, sentimental y callejero” de un “caserío abigarrado, tumultuario y prepotente, pero también sencillo, luminoso y con la clave a flor de su rosada piel tradicional”. Pero en lugar de construir una versión turística y costumbrista de la capital catalana, tan acorde con las necesidades tardofranquistas del Spain is different, Cela proyectó una visión de Barcelona como “la ventana de Europa, el troquel del modernismo, la saludable espiga democrática”.
Su recorrido comenzaba en el punto más alto de la antigua Barcelona, el Mont Tàber en la calle Paradís, excusa para hablar de sus alrededores y, sobre todo, del Call judío y del origen ibérico del barrio gótico. Para Cela, la plaza del Rei era “el rovell de l’ou” de la ciudad y, desde allí, su guía continuaba por la catedral, a la que apenas dedicó descripción alguna: “por fuera y por dentro, tiene mucho mérito e historia y aparece, en general, bien aseada”. Si se detuvo en explicar como el banquero Manuel Girona “se rascó el bolsillo y arrimó el dinero” para rematar la fachada que hasta entonces había tenido un “aspecto miserable [que] duró más de cuatrocientos años”. Su ironía, sobre los nuevos tiempos desarrollistas y aperturistas del franquismo en los años sesenta, le llevó a hacer este comentario sobre las coblas sardanistas dominicales en la plaza de la Catedral: “la autoridad competente parece como haberse amansado y el tiempo, salvo que ya no sea ni tiempo, no suele echar a perder el baile ritual”.
Una y otra vez Cela jugaba en su guía con las fechas y los aniversarios, fuera porque tal año coincidiera con el nacimiento de fulano, la muerte de zutano o la publicación de un famoso libro. Así, cuando quiso referir en qué año se había construido la fachada del palacio del obispo en la Plaza Nova, hizo esta apreciación: “es de 1784, mientras el gobierno español --tradicionalmente tan celoso de la salvación de las almas súbditas- dictaba severas órdenes contra la difusión de la Enciclopedia y sus enseñanzas nefandas”. En la plaza de Sant Jaume tuvo a bien describir el Palau de la Generalitat y no la historia de la institución, salvo para recordar los desaguisados artísticos que cometieron con los frescos de Joaquín Torres García los presidentes de la Mancomunitat, después de la muerte de Prat de la Riba.
¿QUÉ PASA CON LA ESTATUA DE COLÓN?
Tras su paseo tranquilo por la Plaza del Pi y la calle Petritxol elogió el modernismo catalán – el “Modern Style”- porque aún seguía vivo: “Barcelona lo asimiló y lo hizo suyo; los años peligrosos ya pasaron y, a estas alturas, es probable que sobreviva durante algunas generaciones”. Cela explicó el éxito de este estilo por ser “el producto de una Barcelona contradictoria, próspera y revuelta al tiempo”. Sin embargo, sólo acertó en parte con su predicción: “Las tiendas modernistas brindan al comprador una inicial garantía: la del mucho tiempo que llevan con las puertas abiertas a la parroquia”. Sorprende, pues, que muchos comercios y escaparates con este estilo hayan cerrado en la última década del siglo XXI ante la pasividad del gobierno municipal.
Bajo el popular monumento a Colón, el escritor gallego se explayó sobre los cansinos debates que ya existían a mediados del pasado siglo sobre el descubrimiento y la conquista de América, y se adelantó a la estatuafobia que algunos creen invención reciente: “A pesar de la lata que dan a veces los americanos, la aventura de Cristóbal Colón fue muy meritoria y arriesgada y todo el mundo lo pregona; de otra parte, Colón tampoco se inventó a los americanos, sino que se limitó a descubrirles su escenario. Además la gente sabe quién es, mientras que la mayoría de los señores representados en las estatuas no los conoce ni su padre”.
En el paseo por la Ciudadela retomó de nuevo su crítica a la estatuafobia cuando cita cómo destruyeron la que, antes de la guerra civil, se erigió al general Prim, gestor de la devolución del parque y sus edificios a la ciudad: “en España falta una oficina orientadora de las masas enardecidas, que sería la encargada de evitar errores”. Una y otra vez, Cela critica también la iconoclastia que, en distintas épocas, ha destruido buena parte del patrimonio religioso español. Cuando comenta el interior de la basílica de la Mercè, incendiado en 1936, añadió con su particular sarcasmo: “Los catalanes, a pesar de estar bastante civilizados, no hacen excepción a la piromanía hispánica, una fuerza que, bien encauzada, hubiera servido para poner a un hombre en la luna antes que los norteamericanos o los rusos”.
Al puerto de Barcelona le dedicó varias páginas muy críticas con su funcionalidad, su limitado tamaño y emplazamiento entre el Besòs y el Llobregat, un “despropósito sólo comparable al de los yanquis cuando se empeñaron en construir Nueva York en un solar --la isla de Manhattan-- en el que no cabía”. Y el puerto no tendría vida, afirma Cela, si la gente foránea no tuviese “el zurrado barrio chino, que es como una heroica Numancia del amor barato y del coñac de barril”. Como a tantos viajeros del siglo XVIII y XIX, el escritor gallego le encantó la Barceloneta, ese “rincón joven menestral, zascandil y marinero, simpático, bullicioso y abierto”. Pero a diferencia de ellos, hizo hincapié en el origen del barrio como consecuencia de la “luminosa idea” de Felipe V de destruir buena parte de La Ribera, “llamémosla luminosa por no herir la susceptibilidad de los poderes públicos”. Y para evitar que los censores dudaran sobre su fidelidad al régimen franquista y su nacionalismo histórico, Cela terminó su detallada explicación sobre la desgraciada piqueta con un irónico “¡Viva España!”.
La montaña de Montjuïc le dio pie a polemizar sobre la etimología del nombre y el antisemitismo catalán, que zanja con un “¡Apa, noi!”, y con una irónica conclusión sobre el popular éxito del parque de atracciones que “sirvió, cuando menos, para que no pocos desheredados viesen cambiadas sus barracas por viviendas de cierta dignidad”. Cela bajó por la ladera del Poble Sec, continuó por el Paral·lel “y más allá” con su “ilustre golfemia”, aunque reconoce que a fines de los sesenta ya no era lo que había sido: “ahora la gente es como más aburrida, y por la derecha, tiende a tecnócrata, y por la izquierda, a contestataria; quizás sean las gabelas que exige la civilización”. Su divertido paseo por el Paral·lel, sus artistas y locales, terminó en la Plaza de España y el coso de las Arenes. Su afición taurina le llevó a describir con todo detalle el día de la inauguración de ese recinto y el desgraciado devenir de los toreros que participaron aquel 29 de junio de 1900. Cela, intuitivo, acabó este pasaje sobre el coso taurino con un premonitorio “¡quién te ha visto y quién te ve!”.
El paseo por La Rambla es el más detallado de su guía, y comienza con un elogio al “golfo en verso” de Pitarra y a su estatua en la Plaza del Teatre. Cuando Cela inmortalizó este espacio aún estaban en activo los faquines en el pla de l’Os, mozos encargados de llevar bultos de un lugar a otro ataviados “con su blusa azul, su barretina roja y su larga soga profesional, enrollada alrededor del cuello, igual que una siniestra corbata”. No todos los personajes o ambientes eran los adecuados para el escritor, en la plaza Real se permitió el lujo de señalar que sobraban los locales donde se cantaban “los tanguillos de Huelva [sic] y las alegrías de Cádiz y, más aún, los músicos negros, los marineros de la Navy y la estridencia que arropa a sus compañeros de viaje”. No le pareció tan extemporáneas las ambientadas veladas del Gran Price que, poco años más tarde, cerraría como templo del boxeo, y sobre el que hizo este peculiar comentario: “Las hembras a las que les gusta el tomate pululan por los alrededores del Gran Price con la mente poblada de violentísimos sueños”.
LOS RESCOLDOS
Para Cela detrás de cada edificio había una o varias historias que contar, colectivas o personales. En ocasiones, como sucede con el Liceo, la Sagrada Familia o el Tibidado, el escritor anota hasta el más mínimo detalle sobre su orígenes y evolución. En el mercado de libros de Sant Antoni comentó que había comprado la Barcelona retrospectiva de Aureli Capmany. Ya de vuelta al centro calificó la nueva Plaza de Catalunya como “algo destartalada” y recordó el porqué de este desordenado espacio que aún perdura: “los barceloneses no se pusieron de acuerdo, desde que se derribaron las murallas hasta que llegó un alcalde que cortó por lo sano, y ahora les toca pagar las consecuencias”.
Cela inició su guía con una dedicatoria catalanista a sus amigos Gustavo Camps y Joaquim Vellvé, en la que reivindicaba el mestizaje lingüístico: “Sé que barceloní, plural barcelonís, es voz castellana no recogida por los diccionarios, todo es cuestión de paciencia, ya lo harán”. No parece que la Academia haya cumplido con el deseo del premiado y polémico escritor gallego de catalanizar algo más el diccionario. Y para cerrar el calidoscopio escribió “un estrambote para saludar a la afición”, en el que reconoció que “el cor no parla, però endevina”, luego no pudo escribir sobre lo mucho que había adivinado en Barcelona. Mucho más que un viajero extraño, Cela fue un catalanista barceloní con una única certeza y consuelo: “donde hubo fuego, según quiso Virgilio, quedó rescoldo”.