Hace unos meses volví a estar en el MoMA de Nueva York. Tenía la esperanza de volver a ver algunas de sus piezas maestras: El gitano durmiendo de Henri Rousseau (1897), La persistencia de la memoria de Salvador Dalí (1931), Mujer I de Willem de Kooning (1950–52), Blanco sobre blanco de Kazimir Malevich (1918), La clase de piano de Henri Matisse (1916) y las Señoritas de Avignon de Pablo Picasso (1907). Me quedé con las ganas.
Largas colas de asiáticos me impedían visitar el museo. Gente que no miraba con sus propios ojos sino que se hacían selfies con las obras de arte sin saber de quién eran ni de dónde procedían. Todo eran sonrisas achinadas en un ambiente de lujo, turismo y banalidad que nunca había visto antes en ningún otro de los centros mundiales del arte contemporáneo. Decidí no entrar y, en su lugar, tomarme dos copas de champagne francés en la terraza del MoMA. Mientras, hojeaba el catálogo del museo, y decidí mirarlo en su edición china: una buena opción para olvidarme de los pobres textos y de los pies de foto y hacer una trayectoria visual por el catálogo del fondo permanente. Había cambiado de estrategia, y pensé algo que ya sabía: los museos de arte contemporáneo son herramientas de comunicación. No es importante lo que tienen sino lo que cada museo dice. Lo que cuenta es el espectáculo de masas, y no la cultura ni el aspecto físico de la obra de arte.
Algunas veces en mis clases de gestión cultural he convencido a estudiantes de 25 países de que la Mona Lisa que se exhibe en el Louvre de París es una litografía del auténtico que se conserva en una caja fuerte a cinco pisos de profundidad, entre paredes de hormigón armado. Ninguna obra maestra, ni el la Venus del espejo de Velázquez, ni el Entierro del Conde de Orgaz del Greco, ni el Carlos V de Tiziano, ni si quiera el Guernica de Picasso es auténtica: son todo reproducciones que la gente visita y fotografía, sin saber que estas obras se guardan en poderosos sótanos y que apalancan los vaivenes de importantes fondos de inversión en dólares, euros o yenes japoneses. Nadie lo sabe. Pero el mundo de la cultura y el imaginario cultural occidental europeo no se hunde. De vez en cuando, una importante transacción como la del Salvator Mundi de Leonardo (450 millones de dólares a subasta) sostiene la credibilidad del discurso museístico internacional.
Hay tres instituciones en Barcelona que de todo esto ni se han enterado: el MNAC, el MACBA y la Fundació Miró. Aparecen en la prensa local cambios de collar de los mismos perros de siempre: que si Borja de Villel se va al Reina Sofía, que si ahora Rosa Maria Malet deja la Fundación Miró (¡tras 37 años en el cargo: horror!), que si Pepe Serra sigue al frente del MNAC. O que si Ferran Barenblit dirige el MACBA, etc. Mientras tanto, nadie sabe ni le interesa lo que tiene el fondo permanente del Guggenheim de Bilbao porque, insisto, el museo hoy no es la tumba de Tutankamon sino un verdadero acto de comunicación. Sigue los estándares, como dijo el situacionista francés y teórico político Guy Debord de 1967 en “La sociedad del espectáculo”.
Señoras y señores: hoy día un museo no es una caja de curiosidades ni una maravilla estética sino un bolso de Louis Vuitton. Un museo es unos zapatos de Guzzi en el Paseo de Gracia. Un museo es fumarse un paquete de Winston y beberse una copa de Ron Zacapa de 23 años. Un museo es una experiencia vital de comunicación.
Caballeros de la política, de la economía y de la cultura, señoras elegantes: ya es hora de que Catalunya despierte a la realidad de la globalización de la cultura. Un museo no es un monumento funerario al catalanismo ni una necrópolis de la Renaixença: un museo es una máquina de hacer dinero en base a un mensaje fuerte. Ahí está la Sagrada Familia, que ya se parece a un aeropuerto: tomen nota y déjense de historias.