Dice el novelista cubano Leonardo Padura que un escritor no lo es nunca de un país, sino de una ciudad. Él lo es de La Habana, por donde se mueve, vive y sueña Mario Conde, primero policía y luego sobreviviente. Juan Marsé era de Barcelona. Todas sus novelas discurren en la ciudad, aunque a veces sus personajes se desplacen hacia territorios colonizados por la capital catalana: las costas del norte y del sur, con segundas residencias veraniegas o incluso el edificio Walden, en Sant Just Desvern (El amante bilingüe), obra de Ricardo Bofill al que poco apreciaba. Coincidió en vida y amistad con otros novelistas que optaron por escenarios coincidentes: Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza, Terenci Moix. Además de un cronista excepcional: Joan de Sagarra, que ha retratado Barcelona a través de su teatro.
Pepe Carvalho se pateó y explicó la ciudad desde el Raval hasta las nuevas áreas olímpicas, aunque nada para pasear Barcelona como El pianista; Mendoza describió el nacimiento del Ensanche (La ciudad de los prodigios); Moix tiene algunas de sus páginas más vibrantes en El peso de la paja, nombre de sus memorias y de la plaza junto a la que vivió su familia. Marsé construyó un mundo completo en el territorio de su infancia, donde los chavales cuentan aventis que discurren en Gràcia, El Carmel, Guinardó.
En su última novela, Esa puta tan distinguida (se refiere a la memoria) se puede leer: “La realidad sólo existe si somos capaces de soñarla”. Marsé soñó esa realidad, desde todas su vertientes. Como Pijoaparte que quiere desclasarse y ascender socialmente, como Teresa que aparenta renunciar a su originaria clase alta en favor de una transformación social que tiene más de mítica que de real.
Trabajaba minuciosamente. Tardaba mucho tiempo en terminar una obra porque aseguraba que necesitaba creerse él mismo la historia. “Si yo no me la creo, ¿cómo va a hacerlo el lector?”, decía, “luego la novela me puede salir bien o mal, pero yo necesito creérmela y para ello, lo primero es encontrar la voz adecuada para contar la historia”. Esa voz le llegaba de todas partes, porque era un observador detallista y ávido. Observador de situaciones y de discursos, lo que le permitió construir frases que parecen robadas pero que son soñadas, trabajadas.
Como las novelas de sus contemporáneos citados, las de Marsé son novelas sepia: fotografías de una ciudad, unos barrios, unas calles, unos edificios salvados por su prosa para la historia. Se vuelve a ellas por la nostalgia de la Barcelona que fue y se permanece por la densidad de la narración, por la vida de los personajes, porque el lector se ve reflejado en alguna de las figuras que desfilan por las páginas.
En estos días se le ha asociado a Teresa (Teresa Marsé es el nombre homenaje de un personaje en una de las novelas de Vázquez Montalbán) y al Pijoaparte, protagonistas femenino y masculino respectivamente, de Últimas tardes con Teresa. Pero él se reconocía también en el narrador de un cuento espectacular: Teniente Bravo. Empezó contándolo a los amigos que, al final, le pidieron que lo escribiera. En él cuenta un fragmento de la historia de un teniente que realmente existió y que conoció en el cuartel, a donde acudió no como Juan Marsé sino como Juan Faneca. En El amante bilingüe hay un personaje que tiene dos personalidades: en un caso responde como Juan Faneca y en el otro como Juanito Marés. Fue al ser llamado a filas, explicaba, cuando descubrió la historia de cómo, casi recién nacido, fue dado en adopción a la familia Marsé.
Las novelas de Juan Marsé, además de Barcelona como fondo (y como primer plano) tienen dos cosas en común. La primera es que en todas hay siempre un personaje cuyo padre se halla ausente. La segunda es que el narrador ofrece dos finales. En el primero termina la peripecia narrada. Luego, Marsé acompaña al lector para despedirlo con suavidad y devolverlo a la realidad desde donde ha contemplado la historia. Y cuando ese lector termina el libro sabe que puede volver al mismo cuando quiera.
El autor ha muerto; sus novelas, la Barcelona que describen, siguen aquí vivas junto a la puta memoria.