Empieza el Primavera Sound, un festival de música convertido por arte de magia en un agente activo en el debate político de la ciudad. Curiosa paradoja para todos aquellos, entre ellos los propios responsables del Primavera, que defienden la gestión objetiva, pragmática y despolitizada de los proyectos culturales que se realizan en Barcelona. Hay un mural enorme en la entrada del Fórum donde se reproduce el famoso beso de Brezhnev y Honecker ahora en versión Colau y Ayuso como si el debate entre la capacidad de acogida de Madrid y de Barcelona fuera un pulso a corregir a favor del progresismo y la empatía cultural. Que disparate.

El Primavera Sound es un proyecto nacido en Barcelona que ha crecido exponencialmente y que tiene entre sus objetivos replicarse en el mundo. Está en Oporto, tiene interés en Los Angeles, Madrid está en su punto de mira y así probablemente en otras ciudades del mundo: nada que no hayan hecho antes otros festivales de éxito y nada que deba plantearse en términos de competitividad. Crecer, reproducirse y ampliar el negocio es algo normal en toda empresa de éxito y de ello solo cabe congratularse. Lo ha hecho el Sónar en medio mundo, el Docs en Chile, el Loop en Berlin entre otras afortunadas realidades barcelonesas.

Sin embargo, la cuestión que plantea desde hace unos meses el Primavera es otra y es preciso explicarla para evitar que se convierta en un elemento de distorsión política a mayor gloria de no se sabe quién pero desde luego no para Barcelona.

Un gran Festival de música con aforo diario superior a las 50.000 personas realizado dentro del perímetro urbano de una ciudad, con claras repercusiones en playas, municipios colindantes y vecindario debe gestionarse desde una absoluta complicidad entre los intereses del Festival y los de la ciudad. Debe gestionarse con empatía social y en el marco de un acuerdo global con otros festivales y actividades, probablemente de menor importancia sectorial y económica pero de similar legitimidad sociocultural. Y ese marco de complicidad es lo que el Primavera ha puesto en tela de juicio.

Cuando, y nos alegramos de ello, el Primavera anuncia que abre sede en Madrid poca gente percibe que lo hace en un municipio situado a 30 kilómetros de la capital. Un municipio que, con toda seguridad, dispone de los espacios necesarios para acoger una propuesta musical de esa magnitud. 

El Primavera, como el Cruïlla, como el Sónar y tantos otros festivales son testigos de un hecho tan insólito y extraordinario como es la creación de un espacio conceptual donde música y vecindario comparten un mismo espacio urbano, donde se toleran desajustes nocturnos, sonoridades y actitudes personales (pocas pero relevantes) de escaso civismo y donde se escribe un modelo de ciudad que conviene cuidar y mimar constantemente. El Primavera, aunque no quieran entenderlo, ha puesto a prueba la fragilidad de este modelo lo cual, aunque pueda convenir a su estrategia de crecimiento es social y culturalmente desacertado.

Un Festival maravilloso como el Primavera adquiere por el simple hecho de su éxito responsabilidades añadidas y entre otras la de ejemplificar su manera de relacionarse con la ciudad. Sería una auténtica tragedia que este aparente pulso con la ciudad, ampliado hasta la saciedad por todo tipo de declaraciones y opiniones de más o menos impacto mediático repercutiera negativamente en la vida cultural de la ciudad y sobre todo impidiera mantener un modelo de acogida de grandes eventos en el espacio urbano, lo que es hoy por hoy, una increíble seña de identidad de nuestra ciudad.