De vez en cuando, y de un tiempo acá con mayor frecuencia, se levantan voces lamentando la falta de líderes políticos. Pero lo cierto es que la convivencia social es un proyecto colectivo. La petición de fuertes liderazgos encubre, en realidad, la carencia de proyectos globales. Julio Anguita, que fue líder de su formación, lo fue a su pesar. Una y otra vez insistía en la necesidad de trabajar sobre programas, superando los personalismos. Y los programas los hacen y aplican equipos, cuanto más compactos y organizados, mejor. 

Algunos de los problemas de la política actual (española, catalana, barcelonesa, pero también la de otros lares) se deben a la presencia de líderes sin equipo o con equipos subordinados a su voluntad porque los miembros le deben el cargo y el sueldo, de modo que todo gira en torno a la figura central del líder. Es una consecuencia, en parte, de una sociedad de consumo en la que la etiqueta, la marca, domina sobre el propio producto.

Un ejemplo de lo dicho es Ada Colau. En su día sirvió como aglutinante de lo que parecía un proyecto que, pasado el tiempo, ha quedado claro que era un aglomerado de ideas vagas, lemas genéricos y figuras comercializables. No había equipo ni programa. La política desarrollada y preconizada por Podemos, los comunes e incluso un sector de Sumar es muy parecida a la de la socialdemocracia, de modo que se ha terminado por acentuar las diferencias en cuestiones de segundo orden. Los ocho años en la alcaldía de Colau han dejado algunas mejoras medioambientales y un urbanismo de parches, sin que se acabe de adivinar un proyecto global.

Lo mismo ocurre con el paso de Podemos por el gobierno central: la lucha por la igualdad general ha quedado diluida en la defensa de igualdades importantes pero parciales, como la sexual, por ejemplo. E incluso ahí han acabado buscando diferencias con sus próximos (los socialistas) y exacerbándolas como si fueran la clave de la convivencia.

Para no hablar, aunque no es asunto baladí, sobre el papel que se le reserva al líder cuando sale del poder y, aunque sea cabeza de ratón en su casa, no pasa de ser cola de león en el conjunto de la sociedad. El caso de Ada Colau vuelve a ser paradigmático al respecto. Por eso, los comunes insisten en que un acuerdo sobre su entrada en el gobierno de Barcelona es previo al debate sobre presupuestos, cuando está claro que son dos cosas diferentes. Un pacto de gobierno es plurianual y exige un programa (aunque sea de mínimos) compartido. A eso sólo se puede llegar con cesiones mutuas. Los presupuestos son para un único ejercicio y no implican coincidencia de proyectos. Es suficiente con que unos acepten propuestas de otros y renuncien a algunas propias. Se puede pactar la vivienda, las reformas urbanísticas y los impuestos sin necesidad de compartir un programa de gobierno que supone mucho más.

Salvo que el problema sea personal y se trate de encontrar un acomodo para la líder, o sea, Ada Colau, a quien parece sentarle bastante mal su estancia en una oposición que no es irrelevante, aunque su constante negativa a todo amenaza con sumirla en la irrelevancia.

Los comunes tienen ahora un problema en Barcelona. Tras haber tumbado el presupuesto de ERC (que se lo ha puesto bastante fácil), y de rebote los del Gobierno central en el que ellos mismos participan, tienen muy difícil decir también no a los de Collboni. Y más difícil es pretender que el apoyo sea a cambio de una tenencia de alcaldía para Colau. Hasta ahora el papel del “no a todo” se lo repartían Vox y el PP en el conjunto de España, y Junts y la CUP en Catalunya. Que los comunes quieran hacerles compañía no parece resultar muy rentable electoralmente hablando. Y si no, que se lo digan a Pablo Iglesias, que ha pasado de asaltar los cielos a convertirse en empresario, o a lo que queda de Ciudadanos y Podemos. Partidos que no por casualidad pretendieron que la cara del líder era más importante que el programa.

Además, el mercado de los descalificadores está muy concurrido. Es difícil que alguien supere en exabruptos a las huestes de Abascal o Isabel Díaz Ayuso o Laura Borràs, con las aportaciones de Feijóo y Pedro Sánchez, que tampoco son mudos. Todos ellos han conseguido situarse a la altura de los fanáticos del fútbol entre los que se cuentan seguidores y, también, directivos y entrenadores. Y nuevamente en ese campo Barcelona se pone en cabeza con Xavi Hernàndez arremetiendo contra árbitros y periodistas. Todo, antes que reconocer que el problema real es la falta de equipo. En el fútbol y también en la política.