Muchos comerciantes ven al turista como una vaca a ordeñar. Es un cliente que difícilmente volverá, de modo que hay que sacarle todo lo que se pueda. Incluso cuando se trata de un visitante recurrente (como los que acuden a congresos y ferias) se le aplica la tarifa más alta posible.

Esto tiene su lógica: obtener el máximo beneficio en el menor tiempo posible. Es un sistema económico al que se denomina libre mercado o, también, capitalismo.

En Barcelona, el pasado año el precio de los hoteles subió un 14% de media, lo que supuso una cierta disminución del número de visitantes. Al final, sin embargo, los hoteleros ingresaron unos 2.200 millones, cantidad superior a la de 2023.

Como la subida iba a sus bolsillos, no consideraron importante que pudiera comportar menos turistas.

Cuando la subida no se queda en la caja propia (como ocurre con las tasas turísticas), entonces sí se toma en consideración la bajada del número de visitantes.

La tasa turística se paga en función del precio del alojamiento. La más alta posible (que el Ayuntamiento de Barcelona no piensa aplicar de momento) asciende a 15 euros por noche. Esto supone un 3% para una habitación de 500 euros, que es lo que se está pidiendo en algunos casos para las jornadas que coinciden con el Mobile.

Dado que Barcelona es una ciudad paseable, basta con acudir un día a la feria a pie en vez de en taxi para ahorrar no ya los 15 sino incluso los 60 de las cuatro noches que se contraten.

La ciudad ofrece servicios que los visitantes utilizan. Desde un transporte público aceptable hasta una flotilla de taxis con precios regulados.

Las calles están asfaltadas y disponen de alumbrado nocturno, por poner sólo un par de ejemplos de algo que a la ciudad le cuesta dinero. Dinero que sale de los impuestos que pagan los barceloneses. Todos. No es malo que los turistas aporten algo.

Barcelona cerró el pasado año con casi 16 millones de visitantes. Prácticamente diez veces más que su población. Llegan y consumen electricidad (que Catalunya importa a veces de Francia) y agua, que es más bien escasa.

Es cierto que lo que consumen incluye impuestos: el alojamiento, la manutención, los productos que se llevan de recuerdo o los museos o espectáculos a los que acuden. Los visitantes dejan en Barcelona unos 9.600 millones al año.

No se incluye lo que puedan gastar en prostitución, negocio floreciente dicen las fuerzas de seguridad, en el que, según todos los indicios, se paga en negro.

Estos impuestos, más las aportaciones de los 130.000 puestos de trabajo asociados al turismo, dejan mucho dinero en las arcas públicas. No necesariamente en las municipales. Los ingresos del consistorio el pasado año rondaron los 130 millones de euros, que pueden convertirse en unos 200 millones con las nuevas tasas.

La tasa turística es una contrapartida a lo que se les ofrece. Bien está dejar de ver al turista como vaca lechera, pero tampoco hay que ordeñar hasta el límite al residente.

Cobrar a los turistas no debería ser visto como parte de una absurda campaña de turismofobia que se percibe en algunos sectores.

Lo que no tiene demasiado sentido es que el turismo, atraído en parte por campañas públicas y por lo que las instituciones ofrecen (muchos museos y teatros reciben no poco dinero público), sólo engorde bolsillos privados.

Hablar, como hace Foment, de “asfixia” de un sector boyante es un claro exceso. Y decir que los impuestos responden a voluntad recaudatoria, una redundancia. Naturalmente: se aprueban para ser recaudados. ¡Faltaría más!

Una recaudación que no se queda ningún particular y que beneficia a todos. Esa es la función redistributiva de los impuestos. Aunque algunos ricos (Pujol, el novio de Díaz Ayuso) sean reticentes a pagarlos.

Los Comunes han forzado que una parte se destine a vivienda pública porque no se fían de que los presupuestos (si alguna vez se aprueban) traten a la vivienda con la atención suficiente.

Ahora bien, la incidencia del turismo en el mercado de la vivienda es harina de otro costal. No es sólo el turismo el que actúa: es el mercado el que encarece el precio de pisos y alquileres.

Limitar la apertura de nuevos hoteles o prohibir a los particulares destinar su propiedad privada a lo que les venga en gana tendría como primera consecuencia beneficiar a los que ya existen, al evitarles nueva competencia. Eso, la falta de competencia, es el paraíso soñado por algunos empresarios liberales. Saben bien que la mejor propaganda sigue siendo el monopolio.