Tengo una amiga que cambia de móvil cada vez que sale un nuevo modelo de iPhone. Tengo un amigo que se ha tirado toda la vida con un Nokia antediluviano y se lo acaba de cambiar por un modelo más antiguo (las novedades le marean y no le interesan: solo quiere el teléfono para hablar, el muy anacrónico).

Son dos visiones diferentes de la telefonía móvil, ambas igual de respetables. Yo me sitúo en un término medio, aunque reconozco que estoy más cerca del amigo del Nokia: solo cambio de móvil cuando el anterior se cae a trozos o empieza a gastarme bromas pesadas.

Me apaño con un modelo baratito, pues lo uso básicamente para hablar y enviar mensajes de Whatsapp, que sí me parece un invento formidable, aunque pertenezca a Mark Zuckerberg, ese señor cuyos algoritmos nos castigan y nos censuran en Facebook cada vez que encuentran algo que les parece inadecuado (una vez escribí una cita de una canción de los Pogues y me llamaron la atención por el uso de la palabra faggot, o sea, maricón, como si yo fuese un homófobo de tomo y lomo: esos algoritmos serán muy chulos y muy modernos, pero no distinguen una cita de una opinión).

Cuando eso sucede, me acerco a Movistar, en la plaza Catalunya, y me hago con algo que no pase de 300 euros: soy de los que se escandalizan cuando ven un móvil que vale más de mil euros.

Cuando llega el salón nuestro de cada año y veo brillar la calva reluciente de su presidente, el señor John Hoffman, tiendo a pensar que la cosa no va conmigo. Me he quedado en el Salón del Comic, y hasta ese jolgorio me resulta cada día más ajeno. Y siento cierta vergüenza ante el espectáculo a lo Bienvenido, Mr. Marshall que ofrecemos en esta ciudad que, por mucho que se queje, parece condenada a vivir del turismo, aunque sea del turismo tecnológico y vanguardista.

Sigo las informaciones por televisión y veo un montón de cosas que no sé muy bien que tienen que ver con la telefonía móvil: coches, drones, cámaras cada día más perfeccionadas y cristalinas (hay que reconocer que a veces son útiles: pensemos en el reciente ganador de un Óscar, Sean Baker, que rodó su primer largometraje con un móvil)…

Puede ser cosa de la edad, pero a veces pienso si no serán contraproducentes todos estos avances en la tecnología, en si no haríamos todos mejor siguiendo el ejemplo de mi amigo y volviendo a los prehistóricos Nokia. En este país nunca se ha leído mucho, y aún menos en el transporte público. Pero hasta hace poco aún podías encontrarte con alguien leyendo un libro o un periódico en el metro. Ahora solo topas con gente con la mirada clavada en el móvil. Puede que algunos lean la prensa, pero me temo que la mayoría se entretiene con YouTube o con videojuegos.

En el caso de los menores de edad, la cosa es terrorífica. Conozco a niños que han dejado de leer lo poco que leyeran en cuanto sus padres les regalaron su primer móvil con la excusa de tenerlos más controlados (son unos maestros escaqueándose y desapareciendo) o porque todos sus amiguitos ya lo tenían.

Soy consciente de que esto es un gran negocio para los involucrados en ello, aunque en Barcelona ese contingente se reduce a hoteleros (que cargan los precios de manera bochornosa, llegando este año a cobrar 500 euros por una habitación cutre), taxistas, dueños de bares y restaurantes y prostitutas, que hacen su agosto durante el Mobile.

Quiero creer que se hacen grandes negocios entre los congresistas, aunque yo siempre me los cruzo borrachos y con la corbata torcida, en busca de algún bar o centro de lenocinio.

Sé que hay gente fascinada por los móviles, gente que espera con ansia el congreso de cada año para ver las novedades, pero a mí todo esto me deja frío. El invento en sí me parece sensacional, pero todos sus avances (insisto: puede ser cosa de la edad) me dejan frío. Cuanto más avanzado y high tech es todo, más ganas me entran de volver a mi primer Nokia, a ser posible del modelo plegable, que era como el de Kiefer Sutherland en la serie 24.

Una de dos, o a la tecnología se le está yendo la olla o yo cada día soy más rancio.