Me entero con cierto retraso de que en el Museo Marítimo de mi ciudad hay una exposición (inaugurada el pasado mes de febrero) sobre el tráfico de esclavos por parte de nuestra nunca bien ponderada burguesía. Lleva por título La infamia y pretende informarnos, por si no lo sabíamos o lo habíamos olvidado, de que algunos de nuestros próceres más destacados se forraron tiempo atrás el riñón traficando con esclavos, gracias a lo cual pudieron incrementar el brillo de nuestra querida ciudad y legar a las siguientes generaciones todos esos equipamientos señoriales que están en la mente de todos.

Uno pensaría que el asunto estaba plenamente asumido por los habitantes de Barcelona, pero igual no lo está tanto, sobre todo entre la gente bien y los políticos, ya que La infamia no ha generado mucha letra impresa ni imágenes audiovisuales en movimiento. Vamos, que la exposición en cuestión parece casi clandestina, como si se hubiese autorizado para hacerse el progre, pero luego los resultados no hubiesen sido del agrado de eso que los anglosajones denominan the powers that be.

O sea, que nunca tenemos bastantes exposiciones que nos recuerden las indudables maldades del franquismo, pero inmortalizar en una a nuestros principales conciudadanos de tiempos remotos se considera de mal gusto, como si la autocrítica no fuese una excelente contribución a la lucidez de una sociedad. Sí, ya sé que la lucidez nunca ha hecho feliz a nadie, pero ayuda a ir por la vida con cierta dignidad.

Quiero hacer constar que no me parece bien ajustar cuentas con el pasado, pues creo que no se pueden juzgar desde los parámetros actuales cosas que sucedieron en otros tiempos. En ese sentido, me parece una estupidez haber dejado sin su estatua a Antonio López, marqués de Comillas, personaje moralmente discutible (aunque su actividad era común y hasta respetable en su época) que, además de ejercer de negrero, contribuyó poderosamente a un cierto esplendor barcelonés.

También me río mucho cada vez que las chicas de la CUP proponen sustituir el monumento a Cristóbal Colón por la estatua de un indio con plumas que represente el genocidio español durante la conquista de América (yo estoy muy a favor de la conquista, se pongan como se pongan los Comunes y corrientes).

La conquista es una cosa de otro tiempo. ¿Matamos muchos indios? Probablemente. Pero nos acostamos con muchas indias y fabricamos mestizos a cascoporro, no como los ingleses, que asesinaron nativos sin distinción de género para que sus descendientes los encerraran en reservas. El tráfico de esclavos también es de otra época en la que no se consideraba un atentado a los derechos humanos. ¿Lo es? Por supuesto, pero entonces no estaba tan claro, sobre todo si se aplicaba a los negros, de los que no se estaba seguro de si tenían alma.

La exposición de las Drassanes resulta muy pertinente en cualquier lugar que quiera conocer su pasado. Un pasado que no hace falta ni ensalzar ni cancelar. Nuestros grandes burgueses traficaron con esclavos y no es del todo descartable que hicieran cosas aún peores para lucrarse. Algunos tuvieron el detalle de hacer algo por la ciudad, ya fuese construyendo el Liceo o financiando los delirios arquitectónicos de Antoni Gaudí. No estoy a favor de ponerlos por las nubes, pero tampoco de derribar sus estatuas.

La falta de promoción de La infamia me resulta sospechosa, además de vergonzante. Francamente, no sé quién se puede ofender por esta exposición, que solo pretende explicar una de las páginas menos gloriosas de nuestra historia. La infamia no es una muestra de auto odio y se limita a explicar una historia que, al parecer, todavía hoy despierta suspicacias y propicia la autocensura. Me temo que a los barceloneses aún nos quedan deberes por hacer, ¡y desde l´any de la picor!