Después de haber cometido alguna trastada de nivel cinco, los niños suelen defenderse como pueden de las acusaciones paternas. La defensa más habitual es la frase “Yo no he sido” (que Bart Simpson completó: “Nadie me vio. No puedes probarlo”), pero también goza de mucho predicamento una pregunta trampa: “Pero, ¿qué he hecho?” (cuando los tiernos infantes son plenamente conscientes de lo que han hecho).

Estas reacciones suelen perdonárseles a las mentes pueriles, pero ya es más difícil hacerlo cuando quien las protagoniza es, teóricamente, un adulto responsable.

De ahí que la desagradable sorpresa que se ha llevado nuestro querido alcalde, Jaume Collboni, al ver cómo se le negaba la entrada en Israel. ¿Qué se esperaba del gobierno de Netanyahu, que no se distingue precisamente por el respeto a la libertad de expresión?

Por su cuenta y riesgo, Collboni cortó relaciones con Israel, como si una ciudad pudiera emprenderla contra un país cualquiera sin incurrir en un brindis al sol. No contento con eso, se cepilló el hermanamiento entre Barcelona y Tel Aviv, que según tengo entendido, es la ciudad más abierta y liberal del estado judío y el refugio natural para todos los que aspiran a llevar una vida más o menos normal en una situación que lleva décadas sin serlo en absoluto.

Deshacerse de Tel Aviv es negar que, si uno se hermana con alguien, debe sostener ese hermanamiento a las duras y a las maduras. Despreciar a los habitantes de Tel Aviv, donde mayor es la resistencia al animal de Bibi, se me antoja un detalle muy feo y una concesión al pogresismo de salón, aunque esa sea la única forma de progresismo que practica el PSC.

“Pero, ¿yo qué he hecho?”, pareció decir Collboni al ver que se le consideraba persona non grata en Israel, a pesar de saber perfectamente, como los niños tras la gamberrada de turno, lo que había hecho. Sí, gamberrada.

Es la mejor definición que se me ocurre para la ruptura de relaciones de Barcelona con Israel. Una gamberrada que consiste en meterse en camisas de once varas, dado que el ámbito de influencia de nuestro alcalde es la ciudad que, más o menos, gobierna.

Molesto por el desplante israelí, Collboni ha doblado el presupuesto para Gaza (de 200.000 euros a 400.000) y se ha sacado de la manga el Distrito 11 de Barcelona, que está un poco lejos de la ciudad (en Gaza, concretamente), al que ha dotado inicialmente con un millón de euros.

Se pretende replicar la solidaridad de Maragall con Sarajevo, pero yo diría que hay ciertas diferencias entre Sarajevo y Gaza. Con Sarajevo nadie en su sano juicio dudaba de sus razones y su situación en el lado correcto de la historia. Con Gaza, me parece que hay algunos temas que se prestan a discusión.

El apoyo masivo del pogresismo a Gaza parece olvidarse de la existencia de Hamás, grupo terrorista que, por si alguien lo ha olvidado, inició las últimas hostilidades contra Israel, demostrando hasta qué punto se la sopla su querido pueblo: cualquiera podría haber intuido que la reacción de Netanyahu sería brutal.

Es duro repartir culpas entre una gente a la que se está exterminando, pero todos recordamos las imágenes de palestinos cantando y bailando ante atentados mortales en Israel o la decisión popular de encargarle la gestión de las cosas a Hamás en vez de a la Autoridad Palestina. Esperar una reacción razonable de Netanyahu (un tipo al que, en cuanto deje de ser presidente, le esperan tres juicios por corrupción, por lo que se agarra al sillón con más ansiedad que Pedro Sánchez) era como creer en los Reyes Magos.

Pero el pogresismo no está para sutilezas. Palestinos buenos y judíos malos y no hay más que hablar. Collboni ha delegado en Albert Batlle para un asunto que le compete, el incidente de la heladería argentina en Gràcia (resuelto con la tradicional actitud pusilánime del PSC), pero se ha puesto al frente de uno que no. Y luego, cuando le dicen en Israel que se vuelva por donde ha venido, imposta una expresión de sorpresa, se pone en modo pueril y se pregunta: “Pero, ¿yo qué he hecho?”