Este ha sido un fin de semana negro en Barcelona y su área metropolitana en lo que respecta a la seguridad. Dos tiroteos en Terrassa -relacionados entre sí, con el resultado de una persona fallecida y otra herida- y un tercer incidente con armas de fuego el domingo en el barrio de Sant Martí.

Hace una semana fue en Olesa de Montserrat, donde se produjo un fallecido. Este 2025 empezaba con la alarma provocada por otra exhibición de fuerza a tiros en el barrio de La Mina de Sant Adrià de Besòs. El nexo común entre todos ellos, la presunta relación de sus protagonistas con el tráfico de drogas y el crimen organizado asociado a esta actividad.

En verano de 2023, el entonces conseller Joan Ignasi Elena reconocía ante el Parlament que Catalunya -todo el Levante español, de hecho- tiene un problema derivado de la producción y tráfico de drogas. Una situación que los Mossos d'Esquadra ya habían denunciado meses atrás. La producción de marihuana se ha multiplicado amparada en una legislación laxa y unas policías infradotadas para luchar contra una industria del crimen que está extendiendo sus tentáculos por nuestra sociedad.

La exhibición de armas de fuego por sus calles es la consecuencia más alarmante en términos de opinión pública, pero probablemente no sea la más grave. La infiltración de esas organizaciones criminales en nuestro entramado institucional es mucho más peligrosa, aunque no sea tan llamativa como los tiroteos vistos en los últimos meses, inimaginables hace apenas un lustro.

El ejemplo más ilustrativo es la detención, hace unos meses, de Óscar Sánchez Gil, el jefe de la Unidad de Delitos Económicos y Fiscal (UDEF) en Madrid. Sus compañeros encontraron 20 millones de euros en su chalé. En la puerta, un deportivo de altísima gama inabarcable para un sueldo de policía. Sánchez Gil se reunía en un bar situado a menos de 50 metros de distancia de la Jefatura Superior de la Policía para cobrar las mordidas del Clan de los Balcanes por hacer la vista gorda ante su red de narcotráfico.

Es, efectivamente, un ejemplo muy plástico. Ojalá fuera el único. En Catalunya también se está produciendo esa infiltración, y no crean que se reduce al ámbito policial. El narco busca influir en todos los ámbitos de la administración. También en actividades privadas que entran en la órbita de esas organizaciones criminales, desde abogados a gestores inmobiliarios, por poner solo dos ejemplos de los que suelen señalar los expertos en el tema.

Tradicionalmente la producción en Catalunya se limitaba a plantaciones exteriores, de cultivadores autóctonos, que usaban semillas poco adulteradas genéticamente y abastecían a un círculo conocido. Es el relato que hacen los expertos de Mossos en este ámbito. Pero ese negocio comenzó a multiplicar sus beneficios. Asumiendo un riesgo aceptable -las penas por el tráfico y venta de marihuana van de los 1 a 3 años- los traficantes obtienen beneficios enormes: la inversión inicial se multiplica por cinco.

Desde del 2014, grupos delincuenciales que se dedicaban a otras actividades comenzaron a simultanearlas con la marihuana. Después, pasaron a dedicarse exclusivamente a esta droga y, en muchos casos, contactaron con organizaciones extranjeras para colaborar en la exportación, que dispara el margen de beneficio. Así nos hemos ido convirtiendo paulatinamente en el productor de marihuana que acreditan los constantes decomisos de plantaciones.

Lo relataban los propios Mossos en el informe El Mercado de la marihuana en Catalunya entregado a la Fiscalía hace más de dos años para dar la voz de alarma. En él confirmaban la proliferación de mafias internacionales. Desde Albania, China, Pakistán o República Dominicana hasta Suecia, Inglaterra u Holanda.

Los ejemplos de Suecia y Holanda son especialmente inquietantes. El país nórdico ha pasado en la última década de ser el paraíso de la socialdemocracia, ejemplo de sociedad justa y segura, a liderar los rankings de criminalidad europeos. Las mafias, muchas relacionadas con el narcotráfico, captan a chavales cada vez más jóvenes porque no son imputables y les ponen armas de fuego en las manos para defender sus territorios.

De Holanda procede la Mocro Mafia, la organización criminal más temida de Europa. La misma que obligó a la Casa de Orange y a toda la seguridad holandesa a diseñar un plan especial de seguridad para evitar el secuestro de la princesa Amalia. Son dos ejemplos de sociedades que hemos admirado y tenido como referentes, convertidas en entornos inesperadamente violentos -aunque lejos, por supuesto, de los niveles de violencia que se viven fuera de Europa-.

Entornos en los que la inseguridad crece pareja a la xenofobia.

No se trata de hacer alarmismo, pero sí de tomar todas las medidas necesarias para evitar que la situación se degrade también aquí. La advertencia de los patriarcas de Sant Adrià, reconociendo que ya no controlan a los jóvenes que han protagonizado tiroteos en La Mina, debe ser tenida en cuenta.

En este contexto, es una buena noticia la convocatoria de 134 nuevas plazas de Guardia Urbana confirmadas este lunes por el Ayuntamiento de Barcelona. O la ampliación del cuerpo de Mossos a 25.000 agentes hasta 2030 para afrontar tanto los nuevos retos como al renovación de una plantilla envejecida.

No lo es tanto que la Generalitat se enrede en nuevas competencias, inmigración nada menos, que detraerán efectivos muy necesarios para seguir manteniendo unos niveles de seguridad ciudadana que, pese a todo, siguen siendo envidiables si miramos a nuestro entorno.

Porque, no nos engañemos, todo indica que vamos hacia sociedades más violentas.