Tras la segunda guerra mundial, la idea de unos visionarios dio lugar a lo que hoy conocemos como Unión Europea, más una superestructura que un macropaís que en muchos lugares se ve solo como burocracia grandilocuente con la que es difícil identificarse.
En las esquinas del continente muchos ciudadanos sintieron envidia del nuevo proyecto y vergüenza de sus naciones, aisladas por las dictaduras que las gobernaban. Aunque España y Portugal se hayan integrado en la Unión, sus nacionales aún usamos el término Europa como algo lejano de lo que no formamos parte, como si no hubiéramos acabado de digerirlo.
Han tenido que ser personajes como Vladimir Putin, con su afán por desmembrar la UE, y Donald Trump, con su deseo de empobrecerla, los que actúen como catalizadores del sentimiento plurinacional que animaba a los padres fundadores. La amenaza nos ha abierto los ojos sobre las ventajas de nuestro modo de vida.
“Nuestros verdaderos enemigos somos nosotros mismos cuando olvidamos nuestra fortuna”. Así rezaba el eslogan central de la manifestación del sábado pasado en Roma, un lema que aludía a las garantías fundamentales que nos ofrece una Unión Europea a la que nos hemos acostumbrado como algo que está ahí de toda la vida, natural, pero que en absoluto lo es.
El movimiento que llevó a esa manifestación transversal nació de una simple columna periodística en el diario La Repubblica. Su autor llamaba la atención sobre la necesidad de reivindicar el proyecto que defendieron aquellos sabios que habían vivido los desastres de dos guerras mundiales y que se propusieron evitar una tercera; que vieron claro que el camino era una Europa -fuerte- unida en torno a una cultura común.
En la manifestación, participaron gentes de todos los perfiles políticos, aunque las cúpulas de algunos partidos de la derecha italiana se abstuvieron: los compromisos adquiridos con Trump y Putin les atan las manos. Fue una señal de esperanza, el grito de una ciudadanía que valora la democracia, que sabe que no es gratis y que hay que defenderla.
Los españoles tenemos la obligación de implicarnos. No es una opción política, sino ciudadana. Y más en estos momentos, cuando la intimidación física que habían sufrido los países limítrofes del llamado Telón de Acero ha llegado a nuestras fronteras, incluso la han cruzado en forma de constantes incursiones cibernéticas de Rusia.
Jaume Collboni estuvo el sábado en Roma, como tantísimos alcaldes italianos. No era el organizador, como tampoco lo era Javier Cercas, que también se dirigió a los reunidos, aunque él a través de un video; los dos únicos españoles conocidos que participaron en el acto de patriotismo europeo.
¡Anímese, alcalde! Promueva algo semejante en Barcelona, y pídale ayuda al escritor de Girona, sin experiencia en este tipo de eventos, como él mismo reconoce, pero valiente defensor de la civilización y de la democracia. Estoy seguro de que se llenaría sobradamente la plaza Cinc d’Oros, que podría ser el equivalente barcelonés de la plaza del Popolo romana. Barcelona, Cataluña, España y Europa lo necesitan
Puede que algunos acusen entonces a la izquierda de defender Europa. ¡Vaya acusación! Los hechos y la historia desmentirán el disparate porque en este país nunca ha habido partidarios de la UE más decididos que los lobis empresariales y las patronales. La autarquía franquista, además, empujó a los demócratas españoles, especialmente a los de centro derecha, a abrazar el europeísmo como signo de identidad y espejo en el que mirarse. Que le pregunten, si no, a los nacionalistas catalanes.